La mirada del hermano Abu Musaab me quema la espalda, como
un brasa, mientras me alejo del poblado. El aire huele a humo de barbacoa; al cordero especiado que las
hermanas han asado en mi honor. Sin embargo, apenas he podido tragar un bocado…
Las voces y las risas
se van amortiguando conforme subo la cuesta y dejo atrás las casas. En el
cielo, cuajado de estrellas, una luna menguante ilumina mis pasos.
Llevo semanas preparándome. Los hermanos me proveen de todo
lo que necesito para que yo pueda concentrarme en mi misión: en rezar, en el
paraíso del más allá… Ningún otro pensamiento debe hacerse un hueco en mi
cabeza.
Despliego mi alfombrilla
y postrado en dirección a la Meca, con la
frente en tierra y los brazos extendidos en el polvo, dirijo mis rezos a Alá, el misericordioso, el
compasivo. Rezo por los hermanos que me han mostrado el camino hacia Él,
alabado sea su nombre y espero que mis plegarias traigan la luz y la paz a mi
espíritu, que arrastren el desasosiego y
deshagan los nudos que me oprimen la
boca del estómago. Mi corazón, que pertenece a Alá, alabado sea su nombre, debería
latir gozoso y sin embargo lo único que siento es una sensación de vértigo, de
miedo…
Cierro los ojos. Respiro lentamente el aire puro de estas montañas hasta que consigo apaciguarme. Noto
como la tensión y la angustia se diluyen y vuelvo a sentirme liviano, puro.
Debo ser digno de Alá, alabado sea su nombre. Debo cumplir fielmente su
mandato. Mi sacrificio ayudará a liberar a nuestros hermanos y hermanas árabes.
Soy un soldado de Dios, alabado sea el altísimo y no puedo tener miedo. Si el paraíso
yace a la sombra de la espada, con mi espada destrozaré el corazón de los
perros infieles.
“Bukra, ‘in sha’allh”,
le susurro a la noche. “Mañana, si Dios quiere…”
Cuando regreso ya
todos duermen y en la calle desierta, tan solo se escucha el ladrido de los
perros. El hermano Hassan está sentado fumando bajo la farola. Sobre su cabeza
las polillas, borrachas de luz, se estrellan contra el cristal.
-Deberías dormir, hermano- me dice en un murmullo- adhhab mae allah.
Tumbado en mi jergón las motas de luz, que se cuelan por la
persiana, dibujan estigmas en mi piel. Ahora me permito pensar en ti, padre; en
ti, hermano. He buscado la expiación esperando que vuestros corazones puros
puedan entender este sacrificio necesario. Mi martirio contribuirá a construir
una sociedad nueva, una sociedad que complazca
a Alá, alabado sea su nombre y al profeta Mahoma, que la paz y la
bendición de Dios descanse sobre él.
“Bukra, ‘in sha’llah”, le susurro a la noche. “Mañana, si
Dios quiere…”
Sueño con un campo de girasoles. Un mar verde y amarillo
ondea suavemente hasta fundirse con el horizonte azul del cielo. Las flores doradas
bailan alrededor del sol. Una suave brisa me trae el sonido y el frescor del
agua que fluye por un arroyuelo cercano. Las abejas zumban entre las flores y
los pájaros revolotean sobre mí cabeza.
En algún momento de la madrugada me despierto y siento que
estoy en paz con mi espíritu. Entonces abro
la ventana a la noche y en el silencio percibo el latir del tiempo. Ahora un
segundo es una hora. Unas horas significan toda la eternidad…
Tan solo noto la
presencia del hermano Tarik cuando posa
suavemente su mano en mi hombro.
- As-salamu alaykum hermano. Es la hora.
Lo miro y asiento en
silencio.
Rezamos juntos, entre murmullos, mientras el sol asoma la
cara por detrás de las casas. Recito los versos con una sinceridad que jamás he
sido capaz de sentir. Siento en mi la humildad y la gracia con más fuerza que
nunca.
Una extraña serenidad me embarga mientras me coloco el
cinturón alrededor del tórax.
De camino al mercado soy una estatua silenciosa sentado
junto al hermano Tarik. Cuando bajo del carro noto como la adrenalina se despierta
en mi interior. Mi concentración se torna lúcida, mi determinación
inquebrantable. No existe el miedo. He dejado atrás todo lo que soy, todo lo
que he sido… Ahora soy solo polvo, solo aire…
Como un guerrero
avanzo entre la multitud y luego me
detengo y cierro los ojos. Los girasoles se mecen suavemente con la brisa y sus
flores amarillas, doradas como el oro, se alzan desafiantes al sol.
De mi garganta brota un grito ronco, profundo: “Al-lahu –akbar”. Y sin piedad, aprieto
el detonador.

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