«Thelma dice—: No te
pares, no mires atrás.
Yo quiero volverme y mirar al edificio oscuro, pero ella tira con fuerza de mi brazo y seguimos andando de prisa, a través del campo, bajo un cielo oscuro cubierto de nubes.
No sé qué hora es, quizás muy tarde. No sé a dónde vamos, ni lo que va a pasa. Solo sé que huimos y que tengo miedo.
Antes de llegar al pueblo, Thelma se detiene. Siento su aliento en mi rostro y, por encima de su hombro, veo las farolas que brillan y la estación del tren que parece dormir. Levanta la mano y, por un momento, creo que va a pegarme pero sólo roza mi mejilla con sus dedos.
—Ahora no llores —dice.
—N-n-no tengo g-ganas de llorar.
—Deja de tartamudear. Tú no eres así, eso es lo que ellos quieren que creas.
Entramos en el andén y nos sentamos en un banco.
—Esta vez—dice Thelma—volvemos a casa.
Yo no tengo casa, no sé lo que es una casa y la sola palabra hace que se me encoja el corazón.
Estamos tan nerviosas
que no podemos dejar de volver la cabeza cada vez que vemos algo que se mueve, pero
son sólo destellos de luz de las lámparas de la estación, que se balancean, o la
sombra de las hojas arrastradas por el viento.
Intento entretenerme echando vaho por la boca. Tengo los pies fríos y mojados. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando, con el aire helado que corre por el andén, nos llegan murmullos y ruido de pisadas. Miro hacia un extremo y los veo. El doctor Wendell viene hacia nosotras acompañado de la Srta. Tudor, que se ha echado un abrigo sobre su uniforme blanco de enfermera.
Una bocina suena a lo lejos, el traqueteo de un tren que se acerca. Thelma se levanta y se acerca a las vías desafiante mientras yo me quedo paralizada en el banco, temblando de miedo.
—No pienso volver a ese sitio—grita Thelma mirándolos con desprecio
El tren se aproxima. Ahora puedo ver las luces de la locomotora. El doctor Johnson me inmoviliza con sus brazos, aunque yo no haya hecho nada por intentar huir. La Srta. Tudor agarra a Thelma por el brazo, tiene una expresión furiosa en la cara y le da un bofetón, y luego otro y otro más mientras que el tren, un tren de mercancías, pasa ante nuestros ojos sin detenerse. Grito, intento zafarme del abrazo del doctor Wendell. Siento que las piernas me flaquean, me tiemblan y finalmente me fallan y caigo de rodillas, llorando, y me protejo la cabeza con las manos.»
Abro los ojos angustiada. La luz del día se cuela por las
varillas entreabiertas de la ventana y dibuja líneas rectas en el suelo. Estoy arrinconada
en el filo de la cama, mientras Albert duerme
a pierna suelta y resopla. Los dígitos fosforescentes marcan las 7.40 en el
reloj despertador que hay en la mesita de noche del lado de Albert, junto al
vaso de agua con su prótesis dental. Es hora de levantarse.
Preparo café y
empiezo a batir los huevos para el revuelto.
Albert entra en la cocina, va en pijama, con sus cuatro pelos
enmarañados y la cara de sueño.
—B-b-buenos días—le digo—Has d-d-ormido b-bien.
—Estupendamente, querida. Como un bendito.
Habla tan alto que sé que no se ha puesto el aparato.
Albert recoge el periódico del escalón de la entrada,
donde cada día, lo deja el chico que
reparte con la bicicleta. Le gusta leer tranquilamente el New York Times y comentar
las noticias del día mientras desayuna.
—Helen, tienes que ver esto. Hablan del orfanato de veteranos de guerra de Davenport, de lo que te hicieron. Ven, mira lo que pone
aquí.
Me asomo por encima de su hombro y lo primero que veo es la
foto del doctor Wendell junto a la de Mary
Tudor y debajo el titular: «El estudio del monstruo del doctor de la
tartamudez». Me empiezan a temblar las piernas como en el sueño. No quiero
seguir leyendo, no quiero saber más. Noto que pierdo el control de mi vejiga y como
la orina caliente resbala por mi pierna
hasta formar un charco sobre el linóleo.
—T-tengo que ir al s-servicio…
Albert me mira.
—Oh, Dios, Helen, estás blanca como la leche —Entonces se da
cuenta de que me lo he hecho encima— Vamos, ven conmigo, querida, no pasa nada.
Me acompaña del brazo hasta el lavabo. Cierro la puerta y me
dejo caer en la taza del váter. Es como si de nuevo, el doctor Wendell
estuviera a mi lado, con su bata blanca, mirándome y también esa horrible
mujer, que me grita y yo solo puedo ver su boca abierta y sentir su furia y su
saliva salpicandome la cara. Me siento tan pequeña que es como si se me hubiera
encogido el alma, tan pequeña como Alicia cuando mordió la seta mágica. Ellos
destrozaron mi vida, todas mis ilusiones. Me
convirtieron en una niña pusilánime, una tartamuda patética de la que los niños se burlaban
constantemente; en una mujer tonta y estéril; en una anciana tímida y miedosa, que camina
con la vista clavada en el suelo y esquiva a la gente porque se avergüenza de
sí misma. Toda la vida he arrastrado este dolor, incluso en los
momentos felices lo he sentido ahí debajo, mordiendo, sin tregua.
— ¿Estás bien?
—S-si ya p-p... Ahora s-salgo.
La ducha caliente me reconforta. El agua arrastra toda la
suciedad y me tranquiliza. Me siento mejor cuando salgo y veo que Albert ha
limpiado la orina y el suelo de la cocina brilla, aún húmedo.
—Vamos a demandarlos, Helen. Vamos a hacer que paguen por
todo lo que te hicieron.
—N-no quiero d-dinero, No quiero v-v-volver a...
Pero entonces pienso que se lo debo a Thelma, a todos los
niños que sufrieron lo mismo que yo y que ya no están, y sé que debo hacerlo
por mí y por ellos, para que algo tan horrible no quede impune, para que nunca
más vuelva a ocurrir.
—Oh, Albert. Abrázame, p-p-por favor, abrázame.
«Monster Study» o como inducir la tartamudez en niños sanos.
Un día de Enero de 1931 empezó uno de los estudios más duros de la
psicología moderna. Apodado por otros psicólogos como «el estudio del monstruo»,
se pretendía inducir la tartamudez en niños sanos que no la presentaban.
Dirigido
por Wendell
Johnson, un especialista en trastornos del lenguaje de la Universidad de Iowa , un patólogo sin
ética ni remordimientos, contó con la ayuda de su mejor alumna, la joven Mary Tudor, quien no puso objeción
alguna en ser «mano inductora y ejecutora» del estudio.
Se
eligieron a 22 niños de entre 5 y 15
años de un orfanato de Davenport.
Niños sin familia y sin ningún amparo legal que les protegiera frente a lo que
les iba a suceder. De hecho nadie preguntó tampoco en qué iba a consistir aquel
estudio. Y. ¿cuál era el su propósito final? Demostrar que si una persona era
tartamuda era, precisamente, porque su educación así lo había inducido. Por culpa
de unos progenitores que ponían claras barreras a que el habla del niño se
desarrollara con normalidad.
Para
dar pruebas de ello Wendell Johnson y
Mary Tudor dividieron a los
niños en dos grupos. El primero, a lo largo de 5 meses, recibió feedbacks positivos cada vez que
hablaban, apoyando su buena expresión y fluidez. Los otros 11 niños, aquellos
que tuvieron la mala suerte de pertenecer al grupo experimental «sancionador» sufrieron en cambio severos castigos, críticas y maltratos
psicológicos cada vez que hablaban, durante los 5 meses que duro el
estudio.
El resultado no pudo ser más infructuoso. Los niños del grupo
experimental «sancionador» quedaron
marcados de por vida por graves trastornos de personalidad, por ansiedad,
pánico, por comportamientos
retraídos y, evidentemente, muchos dejaron de hablar o desarrollaron
tartamudez.
El experimento nunca se llegó a publicar para salvaguardar la
reputación de Wendell Johnson. Años más tarde, en el año 2001, la Universidad de Iowa se vio obligada a
pedir perdón y a pagar una indemnización económica a los afectados.
El estudio se calificó de monstruoso. Apela a un elemento desgraciadamente cotidiano como es el poder de la crítica
destructiva y los efectos devastadores
en el ser humano, especialmente en la más tierna infancia.
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