« Eres pobre. Eres negra. Eres fea. Eres
mujer. No eres nada.»
Alice
Walker. The Color Purple.
Musoke, arco
iris…
Llevaba
más de tres horas caminando, cargada con dos pesadas bolsas y un bulto grande
en la cabeza. Musoke se paró en el último
tramo de la cuesta. El sudor le resbalaba por las axilas y la espalda. Sentía
el vientre enorme y tirante, las piernas
hinchadas como botas. A sus pies, el poblado se diluía bajo una calima brumosa.
El
sol ya estaba alto y Musoke pensó en la larga jornada que aún le quedaba por
delante. Entregaría los encargos al Chairman y luego saldría a vender
cigarrillos por los asentamientos esparcidos en la colina. Intentaba reunir el
dinero para pagar su viaje. Hacía ya cuatro meses que aguardaba en el bosque,
anhelante, el momento de cruzar el estrecho. Ya no se quejaba, no se compadecía,
tan solo esperaba…
Desde
el camino vio al Chairman despidiéndose
de dos marroquíes que no conocía. «Algo
se cuece» pensó Musoke mientras se
aproximaba. Descargó la pesada mercancía a la entrada de la cabaña, espantó a dos
perros que se habían acercado a olisquear los paquetes y se agarró dolorida los
riñones.
El Chairman le lanzó una mirada hosca.
− Llegas tarde− le dijo, pasando entre sus dedos las cuentas del Misbaha.
Ella no contestó. Estaba acostumbrada a sus malos modos, a sus
reproches.
− Prepara tus cosas−le
dijo− te vas de madrugada…
Musoke sintió que flaqueaba. Fue como si el suelo oscilara bajo sus pies y
se apoyó en la pared intentando controlar los temblores.
−Gracias Chairman…−acertó
a decir balbuceante, apenas con un hilo de voz.
Cuando dio media vuelta para marcharse el Chairman la llamó.
− ¡Eh, negra!−dijo esbozando apenas una sonrisa de dientes
amarillo.− Que tengas suerte…
Caminó como borracha hasta
su chamizo. El interior hervía en el calor sofocante que irradiaban las chapas del techo. Se secó el sudor áspero
y rojizo que le perlaba la frente y se dejó caer en una silla maltrecha bajo una línea
de sombra. La adrenalina le recorría el cuerpo como si tuviera un hormiguero
bajo la piel. Musoke suspiró y observó como el tallo reseco de un geranio luchaba
por sobrevivir en una lata.
«Dios mío, que haya buena mar…»
El agua la aterraba. No sabía nadar. Cuando miraba el océano,
creía percibir un latido amenazador bajo las aguas, la respiración silenciosa de
un ser poderoso y profundo.
Intentó sosegarse y aplacar la inquietud. Le costaba creer que era
ella, por fin, la que se iba. Había asumido su condición de perdedora, aceptaba
la decepción y el sufrimiento como parte de lo cotidiano, de lo normal. Pensó
que, al final, el viaje había merecido la pena. Las humillaciones, la
violencia, el sometimiento, todo quedaba atrás, como en un mal sueño. Fueron
muchas las ocasiones en que sintió que ya no podía más. Muchas las que estuvo a punto de rendirse y tirar la toalla, pero
no se había dejado doblegar, había resistido firme como un junco, mirando hacia
el norte, caminando como una loca hacia adelante.
Musoke se miró la piel tierna y rosada de los brazos. Las
quemaduras del desierto le habían marcado de cicatrices el rostro y partes del cuerpo.
Eran como un estigma que llevaría siempre consigo. El recuerdo de Khadiya que no pudo superar la travesía
y se quedó atrás, sepultada bajo la arena, en una tumba anónima.
Fue el precio que pagó por perseguir su sueño.
Pensó en la vida que crecía en su interior. Cuando supo que estaba
embarazada, ya no le quedaban lágrimas que llorar y deseó morir, pero luego, el bebé
fue llenando, día tras día, aquel vacio profundo. Era un milagro, algo grandioso... Supo que él la salvaría, que sería su bálsamo
y su consuelo.
Pasó la tarde sumida en la zozobra, con los nervios agarrados a la
boca del estomago. Algunas personas pasaron a despedirse y desearle suerte y
ella sintió una pena inmensa, porque sabía que nunca volvería a verlos.
No le resulto fácil
conciliar el sueño. Cuando al fin lo logró, soñó que era una niña y caminaba de
vuelta al poblado. La aldea celebraba una fiesta. Una cabra se asaba a la leña
y la grasa, goteante, hacía chisporrotear y humear las brasas. Todo el mundo
parecía feliz. Los hombres la miraban sonrientes y asentían, las mujeres se
acercaban y le tocaban la cara y el pelo. De pronto, unas manos la agarraron
fuertemente por los brazos. La muchedumbre empezó a jalear. Ella chilló e
Intentó resistirse, pero no pudo evitar que su madre y su abuela la arrastraran
sin piedad al interior de la choza…
Abrió los ojos aterrada,
boqueando desesperada en el interior de una burbuja caliente. La piel le ardía
como si tuviera fiebre. Noto el bebé moviéndose inquieto y se
abrazó la barriga con las dos manos. En un susurro, empezó a tararear
una vieja canción de su infancia: « Olele, olele moliba makasi…». Necesitaba apaciguarlo y
apaciguarse. El amor que sentía por su
hija, porque sabía, de forma certera, que sería una niña, la desbordaba.
«Tranquila mi amor, espera.
Aguanta solo un poco más» le dijo «No permitiré que te hagan daño. No dejaré
que pases por lo mismo que yo…»
Al amanecer, el grupo bajo hasta la playa formando una fila
silenciosa y se agazaparon entre las dunas de hierba. Las primeras luces del
día borraban las sombras de la arena húmeda. Dos hombres manipulaban una vieja
barca varada en la orilla. Las olas golpeaban contra las tablas. Las gaviotas graznaban en
el cielo y el mar… el mar…
Musoke respiró el olor agrio de los cuerpos expectantes mezclado
con el sabor metálico del miedo. Abrazada a la lata del geranio, su corazón latía
debocado; su cabeza estaba llena de sonidos. La brisa le silbaba al oído una
melodía imprecisa que era una celebración. Tehani…
Así llamaría a su hija: Celebración… Supo que toda saldría bien, que encontrarían su lugar en el mundo y se
permitió, durante un solo instante, cerrar los ojos agradecida.
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