Sábanas revueltas, olor a sexo. La luz, tamizada por las
cortinas, baña la habitación de una
tonalidad rosada, rezumante… Enciendo un cigarrillo y me asomo a la ventana.
Quiero verlo…
Sentía que el tiempo se arrastraba cansinamente por mi vida,
que me estaba convirtiendo en una mujer
mayor, acartonada. Una mujer que se teñía
las canas una vez al mes y de la que la gente empezaba a comentar a sus
espaldas: ¡Ahí donde la ves, fue guapísima¡ El pasado le ganaba terreno al
futuro y yo estaba a punto de subirme al tren de la decadencia.
Y entonces, como un
regalo, apareció Hassan y me enfrentó a sus complejidades, a su belleza sin
rumbo, generosa y desinteresada
Fue algo inusitado, sorprendente por la naturalidad con que
ocurrió. Algo así como esquiar. Me dejé llevar,
curiosa y divertida, hasta la cima. Me incliné indecisa hacía la pendiente y la
gravedad tomó las riendas y me lanzó
hacia abajo como una flecha.
Cuando fantaseaba con tener una aventura, a mi cabeza
acudían imágenes de impersonales habitaciones de hotel, de tardes
desconsoladas imbuida en sentimientos de
culpa y arrepentimiento. Era solo eso, una quimera. Sin embargo, ha ocurrido, está
pasando y es divertido y vivificante si una se lo permite. Si no le das
demasiadas vueltas, si no lo miras con demasiada dureza…
La pasión que me provoca Hassan, no ha restado un ápice
al amor que siento por David. Amo a mi marido, al chico fuerte y entusiasta
que fue, al hombre en qué se ha convertido, con su barriga incipiente y su
pelo escaso. Esto no tiene nada que ver con él.
Tiene tan solo que ver con mi sensualidad, con mi necesidad
de sentirme viva y contenta de ser quien soy, de estar donde estoy.
Con la respiración
contenida veo a Hassan bajar por el sendero y desaparecer entre los árboles
hechizado en la luz, lánguida, de esta tarde sofocante de agosto. Apenas acaba
de irse y ya estoy empezando a echarlo de menos.
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