Esperanza se secó la cara y se miro en el espejo del baño.
Estaba desencajada, descompuesta. Los ojos, marcados por unas ojeras violáceas, reflejaban un sufrimiento estático y profundo.
Había pasado la noche en vela, agarrando la mano de su hijo,
tranquilizándolo cuando despertaba aterrado de las pesadillas en que le sumía
la medicación. Despuntaba ya el día cuando al fin había logrado sosegarse y
caer vencido por el sueño
Daniel, su sangre, su vida… Yacía en la cama consumido. Todo
piel y hueso, apergaminado, reseco. El tratamiento con AZT no funcionaba. La
abstinencia le hacía gritar y retorcerse de dolor. Cuestión de semanas, unos
meses tal vez, habían dicho los médicos.
Daniel aguardaba el final sumergido en una ausencia
narcótica. Esperanza no podía soportarlo, se le rompía el alma. «Te lo debo,
Daniel−susurro−No voy a permitirlo.
Abrió la ventana. El reloj de la telefónica marcaba en rojo
las diez sobre los tejados de Madrid. La mañana era fría, vivificante.
Esperanza se recolocó el pelo, cogió el abrigo y el bolso y se asomó a la habitación
intentando no hacer ruido. Daniel
dormía. Parecía tranquilo a pesar de la respiración sibilante y
entrecortada.
La premura no le
permitió esperar el ascensor. Bajó las escaleras de dos en dos y al pasar por
el chiscón de la portería golpeó con los nudillos el cristal.
− ¿Custodia?
La portera se asomó con un fajo de cartas en las manos.
−Tengo que salir. Podrías subir dentro de un rato a echarle
un vistazo a Daniel. Ahora está dormido pero ha pasado una noche muy inquieta…
−Reparto el correo y subo. Vete tranquila. Hija mía, no sé
de donde sacas las fuerzas…
Esperanza echó a andar con paso rápido en dirección a la
Gran Vía. Sabía perfectamente dónde tenía que buscar. A la entrada de la calle
Hortaleza encontró el edificio y apretó el botón del timbre donde se podía
leer: «Pensión Paraíso». Cuando una voz gritona contestó, preguntó por el
Caracas.
− ¿El Caracas? Vete a tomar por el culo…
El chasquido metálico del telefonillo la dejó perpleja,
descolocada.
−Si busca al Caracas,
olvídalo, encanto.− le dijo una mujer saliendo del portal− Lo pillaron en
Barajas bien cargado. Sospecho que se pasará una temporada a la sombra.
Tenía una cara hombruna, los huesos marcados bajo una gruesa
capa de maquillaje, la melena rubia reseca y quebradiza de los
tintes.
Esperanza la miró angustiada−Necesito heroína−dijo
temblando, sintiendo que se ahogaba.
−Y yo, cielo, y yo. Aquí donde me ves, aún no me he
acostado. Te aseguro que si no me fumo
un chino, ya puedo olvidarme de dormir.
Pero no llores.
− ¿Qué podemos hacer?− La sorprendió el uso del plural
mientras miraba el tatuaje de un dragón que trepaba por el cuello y se perdía
en la nuca de aquella mujer extraña.
−Podemos compartir un taxi, acercarnos hasta la Cañada. Es
lo único que se me ocurre…
Esperanza calibró la posibilidad. Recordó la frase de una
película que había visto hacía tiempo: « Sea usted quien sea, siempre he
confiado en la bondad de los desconocidos.»
−De acuerdo.
−Me llamo Desiré−dijo la mujer cogiéndola del brazo− puedes
fiarte de mí. Soy legal.
Pararon un taxi. A través del retrovisor, Esperanza observó
la mirada intranquila del taxista.
−A la Cañada Real, encanto, al Sector 6 y no te preocupes−
le dijo Desiré hurgando en su bolso− no hay motivo. Somos dos señoras...Una más
que la otra− susurro guiñándole un ojo
cómplice a Esperanza. Saco una polvera y se retocó el maquillaje.
−La luz natural no me favorece. Particularmente prefiero los
sitios donde puedo controlarla. El día es para los jóvenes. Aunque no lo
parezca, yo era una muñeca. Los hombres enloquecían conmigo, pero la calle
quema mucho, querida. No te la recomiendo… ¿Y tú? Cálmate cielo ¿por qué
quieres pillar esta mierda? No eres yonqui, no necesitas adelgazar…
Esperanza titubeo. No sabía que decir.
−No pasa nada, querida. No tienes porqué contármelo…
El taxi enfiló por la M-45 y se detuvo a la entrada de una
calle de tierra franqueada por chabolas. El aire estaba cargado del humo que
despedían algunas hogueras improvisadas en bidones de lata.
−Será mejor que
esperes en el coche. Este no es lugar para alguien como tú. Yo traigo lo que necesites.
− Heroína, la más pura − Dijo Esperanza entregándole un
puñado de billetes.
Desiré la miro sorprendida− ¡Oh, cielo! Tienes más vicio del
que pensaba. ¿No serás dealer?
Esperanza negó con la cabeza.− ¿No tienes miedo?
−Yo estoy curtida, encanto. En peores garitas he hecho
guardia. Además, voy preparada−dijo sacándose del bolsillo un espray de gas
mostaza.
Bajó del taxi y se alejó por la calle trastabillando con los
tacones entre el barro reseco. Esperanza
observó a unos niños persiguiéndose entre los escombros. Vio perros escuálidos
escarbando en la basura y gatos gordos
amodorrados, ajenos al trasiego y al ruido. Dos cerdos vietnamitas se apareaban
bajo un letrero que rezaba: Bocadillos, peritos, ahmburguesas, elados, pizza y
pan. En frente, sobre una puerta se podía leer: Iglesia evangélica de
filadelfia « el poder». El ir y venir
de gente era constante. «No son personas−pensó−parecen muertos vivientes».
Se sobresaltó al escuchar el clic del cierre automático del
coche.
−Así es más seguro−le dijo el taxista− Perdone señora, no es
asunto mío, pero creo que lo mejor que podría hacer usted, es irse a casa…
Esperanza contempló a través
del cristal la hilera de zombis
en busca de su dosis. Pensó en su hijo. En el sufrimiento que lo consumía…
−Sé lo que hago− contestó sin mirarlo.
Diez minutos después, Desiré volvió trayendo la droga y un
ligero aroma a lumbre.
−Arranca, encanto-Le dijo al taxista−aquí ya no hacemos
nada. Luego le dio a Esperanza sus papelas.
El trayecto de vuelta lo hicieron en silencio. El taxi las
dejó a la entrada de la Gran Vía. En la acera, Desiré la miró con semblante
serio.
−No voy a preguntarte. No sé en qué andas metida pero
sospecho que en nada bueno. Espero que estés segura de lo que haces.
Esperanza sintió que la barbilla le temblaba, intentó
controlar las lágrimas.
−Puedes contármelo. Se lo que es sufrir, puedo entender porqué se hacen las cosas.
Pensó en la posibilidad de hacerlo, si alguien podía
entenderla creía que esa era ella, pero desecho el pensamiento. Era demasiado
íntimo, demasiado horrible.
−No puedo− dijo. La beso y sintió la mejilla rasposa de
Desiré arañándole la piel − Te estoy muy agradecida pero tengo que irme.
Con un profundo pesar Desiré la observó alejarse por la
acera y desaparecer entre la gente.
Al pasar por la portería, Esperanza grito – ¡Custodia, ya
estoy de vuelta! Y sin esperar respuesta enfiló la escalera hacia su piso.
Abrió la puerta. La casa permanecía en un orden silencioso y perfecto; el tiempo
detenido flotaba por las habitaciones. Se asomo al cuarto de Daniel. En la
penumbra, su hijo dormía el mismo sueño
agitado, la misma respiración sibilante
y entrecortada. Sin hacer ruido, volvió al salón y se derrumbó en el sofá. Se
masajeó los ojos y durante un instante permaneció con ellos cerrados.
Necesitaba desconectar, ahuyentar las dudas y el miedo que le provocaban su
decisión. Necesitaba mantener la mente
fría, reprogramarse en alguien capaz de llevar a cabo aquello que se proponía.
Apretó el botón del mando y bajo el volumen cuando en la
habitación empezaron a sonar los primeros acordes de “Space Oddity” de David
Bowie, era la canción favorita de Daniel, la que escuchaba a todas horas de
forma compulsiva.
Ground control to
Major Tom...
−Dios mío, perdóname, perdóname, perdóname…
Commencing countdown, engines on…
Commencing countdown, engines on…
Las lágrimas enturbiaban sus ojos cuando sacó las papelinas del bolso y las coloco, como si
fueran sellos, sobre la mesa formando una fila perfecta. Trajo una cuchara y un
botellín de agua mineral de la cocina y del botiquín del baño el algodón y la
jeringuilla hipodérmica que necesitaba.
Ground Control to Major Tom
Your
circuit’s dead, there’s somethings wrong…
Vació dos papelinas en la cuchara y diluyó el polvo marrón
con un poco de agua hasta conseguir una masa compacta. Calentó el metal con un
mechero y cuando la mezcla empezó a borbotear, extrajo el líquido con la
jeringuilla utilizando un trozo de algodón como filtro para eliminar los grumos
y las impurezas.
Can you heart me, Major Tom?…
Can you...
Can you heart me, Major Tom?…
Can you...
−Mamá, mamá…−escuchó la llamada angustiada de su hijo.
−Estoy aquí, Daniel, ya voy. Dame un segundo.
−Oh, Dios. No lo soporto. Por favor, mama…
Here am I floating round my tin can…
Esperanza agarró con determinación la jeringuilla, se secó
los ojos con el dorso de la mano y abrió la puerta del cuarto de Daniel. Bajo
la atmosfera cargada, en aquella penumbra, percibió el aroma tan conocido de su hijo.
Far above the world
Planet Earth is blue
And there’s nothing I can do.
Planet Earth is blue
And there’s nothing I can do.
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