El día que la asistenta social me trajo, esperaba
encontrarme con otra familia cargada de
hijos y problemas. Otra mujer, sucia y gritona, para quién la acogida no significa más que unos
ingresos extras. Pero Sally era especial. Su amor fue como el agua,
como el abono con que mima sus rosales. Logró
que la rama, espinosa y reseca que yo
era, echara flores.
Me rasco la cara. La pomada hace que el eccema me escueza y me
pique. El doctor Preston dijo que son brotes nerviosos pero yo sé que la culpa
la tiene él. Empezaron cuando llegó. Sé que no parará hasta conseguir separarme
de Sally.
A través del ventanal, la veo recortando las ramas bajas del
laurel para que el tronco se haga fuerte. James se acerca y la abraza. Le susurra
algo al oído, la besa. Hace como que no se quiere marchar y ella le empuja entre risas, juguetona. Perderá de nuevo el tren de las 9.36.
Siento que me cabreo, me dan ganas de estampar la tostada contra el cristal…
El escucha-bebés crepita. Johnny comienza a llorar en la
habitación.
Sally no lo escucha. Está distraída con ese juego estúpido. Sé que debería
avisarla, pero…
Subo al piso de arriba. El bebé se remueve inquieto en su cuna. Agita sus manitas
rosadas en el aire. Es precioso incluso cuando llora, blandito y frágil como un peluche. "Hola, Johnny" le digo y
él me mira con sus ojitos azules casi translucidos. Agarro la almohada, y la huelo. Talco y colonia infantil, rastros de leche agria.
—Tienes hambre ¿No?—Imaginarlo agarrado al pecho de Sally hace que mi razón se
nuble con un vaho espeso y caliente. Una oleada de ira surge de lo más profundo y
sé que está otra vez ahí. Que «la otra Anne» ha vuelto.
—Te equivocaste de casa— Escucho que le dice con mi voz. No quiero
hacerlo, intento resistirme, pero ella me obliga. Hace que apriete con fuerza la almohada sobre su carita, hace que no pare hasta que Johnny
deja de moverse.
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