− ¿Ha tenido buen viaje, señor Zander?
−Un vuelo sin incidencias, gracias. Lo complicado fue llegar
hasta aquí. Resulta difícil orientarse con tanta numeración americana, inglesa,
china… Encontrar el edificio ha sido una
odisea y luego está el lio de las plantas; el cuarto piso se convierte en el
tercero, el tercero en el cuarto. Si no hubiera sido por un vecino, aún estaría
dando vueltas buscando su apartamento.
−Hong Kong es una ciudad caótica, señor Zander. La mejor del
mundo si lo que buscas es esconderte o pasar desapercibido.
Ikari Izumi (no es su verdadero nombre) me sonríe enmarcada por el contraluz de la
ventana. A su espalda, el azul plomizo del atardecer flota suspendido sobre el
puente de Kowloon. Viste un pantalón negro y jersey del mismo color de cuello
vuelto. Lleva el cabello recogido, de
manera que parece descuidada, en una especie de moño deshecho. Es menuda
y frágil como una porcelana. Esa es la impresión que da a primera vista.
−Siéntese señor Zander. ¿Le apetece un té, algo más fuerte
quizás…?
−Un té está bien, gracias.
−Con su permiso yo tomaré un poco de Whisky. No suelo beber,
pero creo que me vendrá bien un trago.
Me arrepiento en el
acto. Debería haber pedido un whisky
también.
El 6 de julio de 2018, fue ejecutado en la horca Shoko Asahara,
líder de la secta Aum Shinrikyo, La Verdad Suprema.
Asahara fue el máximo responsable de los ataques con gas sarín perpetrados
en el metro de Tokio, en marzo de 1995, que costaron la vida de 13 personas y
causaron diversas lesiones, algunas irreversibles, a otras 6.300. La revista
para la que trabajo me encargó que escribiera un artículo sobre las
experiencias de alguien que hubiera estado en Aum en aquella época. No me fue
fácil contactar con Ikari Izumi y mucho menos convencerla para que hablara. Ahora
estoy aquí, sentado en su salón, aguardando que vuelva con un té de la cocina y
poder empezar con la entrevista.
Cuando regresa con
las bebidas, se sienta y me mira. Espera.
− ¿Le importa que grabe?− le digo.
−No, hágalo. Pero le
ruego que en ningún caso mencione mi nombre. Escriba solo lo que le cuente y
por favor, no me juzgue. Prometo contarle toda mi verdad. ¿Me invita a un cigarrillo? Hace años que no
fumo. Ya ve usted, hace ya años de todo.
Le doy un cigarrillo. La llama del mechero hace que sus ojos
refuljan incandescentes, como si fueran dos ascuas. Da una honda calada y al
expulsar el humo, una cortina densa se interpone entre los dos.
−Cuando usted quiera−me dice−estoy preparada…
Hábleme de su familia. ¿Cómo fue su
infancia?
No conocí a mi padre y de mi madre apenas conservo un vago recuerdo.
Me abandonó, a los cinco años, en un orfanato católico del barrio de Meguro. Allí me crié. Jamás he vuelto a
saber nada de ella. −Fui una niña traumatizada y resentida, señor Zander− Mis
primeros años no debieron ser fáciles y el orfanato tampoco ayudó. Recuerdo que
pasé algunas temporadas con familias de acogida. Algo debía fallar en mí porque
siempre acababan devolviéndome. Veía como los niños más pequeños se iban de la
mano con sus padres adoptivos y yo seguía allí, repudiada como si fuera tóxica. Eso me marcó
profundamente. Al final, fueron las monjas las que se ocuparon de mi educación.
−No sabe como odiaba aquel sitio.− El sentimiento del rechazo me había creado
un denso poso de resentimiento. Odiaba el olor a lejía de mis manos, la limpieza
obsesiva, la opresión silenciosa y carcelaria de aquellas paredes. Era un
ambiente casi militar, frio y disciplinado. Para algunas monjas los niños
éramos incordios que las desviábamos de su verdadera vocación. Guardaban todo
el amor, toda la piedad para ese Dios suyo. El día que me escapé de allí, mi
corazón era como una pasa reseca. Tokio era una jungla y yo estaba sola.− ¿Sabe usted lo que es eso?
¿No creía usted en Dios? ¿No era religiosa?
En aquella época no creía en nada. Me habían criado en la fe
católica pero no le encontraba el sentido. Mi relación con Jesucristo no había
sido buena…
¿Debió ser muy duro empezar de cero?
Pasé semanas deambulando por los alrededores del mercado de
Tsukiji. Algunos vendedores me daban comida y algunos turistas dinero.
Dependiendo del grado de generosidad de la gente, dormía bajo techo o pasaba la noche acurrucada en un banco de la
estación de Shimbashi, esperando a que se hiciera de día. No me atrevía
a cerrar los ojos. No me atrevía a dormir… − ¿Sabe? Mis ojos han visto cosas
que ojalá usted nunca vea.
¿Cómo logró salir de la calle?
Un día Mamasan se bajó del tren. Cuando me vio acurrucada en
el banco, se acercó como un tigre que huele a su presa. « Kohana» me dijo, levantándome la barbilla y obligándome
a mirarla. « ¿Qué haces aquí marchitándote?» Me sedujo con su sonrisa y sus palabras
amables y me llevó con ella. Mamasan tenía un negocio en Kabukichu, un pequeño
local en una calle estrecha, encima de unos billares y de una casa de apuestas.
Era lo que hoy se llamaría un Maid café, un café de doncellas, con la peculiaridad
de que en las habitaciones traseras se jugaba a algo menos inocente que el moe
moe jankan.
¿La obligaron a ejercer la prostitución?
Estaba abocada a ello. − ¿Acaso existía otra salida?− Nunca
me gustó ese juego. Me hacía sentir sucia. Si eras buena y obediente, Mamasan
era buena contigo, pero más valía no hacerla enfadar, porque entonces se convertía en un dragón que
echaba fuego por la boca. Con mis compañeras apenas me relacionaba. Solo le
interesaban los hombres, la ropa y donde estaban los mejores karaokes… No las
entendía. Pensaban que yo era un bicho raro y me dejaron de lado.
¿Cuánto tiempo trabajó para Mamasan? ¿Qué
hizo después?
Estuve casi dos años.
Intentaba ahorrar todo lo que podía porque planeaba estudiar secretariado y
convertirme en una buena chica (Risas).
Allí conocí al señor Tanaka. Al principio venía a jugar conmigo dos o tres veces
al mes. Era una persona pulcra y
educada, nos entendíamos bien. Había enviudado recientemente y tenía un hijo que
no le daba más que disgustos. El sexo no le interesaba demasiado, para él era
más importante hablar con alguien y desahogarse. El señor Tanaka tenía una
librería en Shinjuku y siempre me
traía algún libro y me animaba a leerlo. Descubrí que la lectura me ayudaba a
evadirme. Aquellas historias me hacían soñar con otra realidad, desataban mi
imaginación y mi fantasía. Cuando le conté al señor Tanaka mis proyectos,
decidió ayudarme y me ofreció un trabajo a tiempo parcial en su negocio. No me
lo pensé.
¿Sería liberador para usted salir de aquel
mundo?
Sabía que la vida me estaba ofreciendo una oportunidad. El
señor Tanaka me ayudó a encontrar un pequeño estudio. Empecé a trabajar en la librería
y por las noches iba a una academia. Pasé semanas quitando el polvo de los
estantes e intentando ordenar aquel caos de libros. Restituí las bombillas
fundidas, saqué brillo a los suelos. La
tienda, limpia e iluminada, resultaba acogedora, prometedora con los libros
bien expuestos y ordenados. El señor Tanaka estaba contento. Cada vez entraban
más clientes y eso se notaba en la caja al final del día.
¿Se adaptó bien a su nueva vida?
Trabajaba y
estudiaba, pero era incapaz de hacer amigos. Había algo, un bloqueo, que me
impedía relacionarme con normalidad. No estaba segura de cómo moverme, de la
forma de actuar. Pensaba que todos notaban la incomodidad y la rigidez que
había en mí. Era como si todo el mundo
estuviera evaluándome constantemente y me encontraran deficiente. Eso me
inquietaba mucho. Luego pasó lo del espejo. Fue una experiencia tan vivida, que
me sumió en un estado casi depresivo.
¿Qué pasó con el espejo, señora Izumi?
Aquel día me
encontraba realmente mal. Sentía que me ahogaba. No era pesar, era como si me
faltara algo. Estaba en casa con todas las luces apagadas llorando bajito. Mi
llanto era casi una letanía liberadora, como cuando rezaba el rosario con las
monjas y, arropada en el murmullo de las
voces, me sumía en una especie de trance. Cuando me miré en el espejo, mis ojos
brillaban con una intensidad desconocida. Quedé prisionera de mi imagen. No era
yo quien miraba, era la imagen del espejo la que me miraba a mí. Aquellos ojos
tenían una profundidad abismal y perversa, como si toda la maldad del mundo se
concentrara en ellos. Sentí que perdía contacto con la realidad, que entraba en
otra dimensión y me desdoblaba en dos. Fue una experiencia durísima.
¿Y qué hizo?
Me sentí perdida. No sabía quién era. Recuerdo que pasé días
en los que simplemente me quedaba mirando la taza de té humeante o las manchas
de humedad de la pared. Era incapaz de hacer nada. Dejé de ir a trabajar. No
soportaba ver a nadie. Mantenía una lucha emocional tan intensa que me dejaba
exhausta.
¿No pensó en buscar ayuda médica?
No pensaba que estuviera enferma. Desconocía que existían
médicos que trataban ese tipo de trastornos. Intenté encontrar respuesta en los
libros. En esa época leí “Más allá de la vida y de la muerte” de Shōkō Asahara. No entendí bien los conceptos. Mi
desconocimiento de lo que hablaba era total pero me proporcionó cierto
consuelo. Sentí que me identificada con muchas de aquellas cosas que decía.
¿Qué pasó después?
Luego, todo se
complicó. El señor Tanaka sufrió un ictus y su hijo se hizo cargo del negocio. Acababa
de separarse. En lugar de entristecerse
por el fracaso de su matrimonio, se comportaba como un joven inmaduro. Llegaba
tarde a abrir la tienda, la mayoría de las veces venia sin dormir, apestando a
alcohol y tabaco, en un estado lamentable. Era grosero y maleducado y tenía una
mirada sucia. Me hacía sentir muy incómoda, incluso llegué a temerle. Luego pensé que sería como los osos. Si notan
que tienes miedo atacan pero si haces como que no existen, te dejan en paz. Al
final, el también me ignoró. En realidad lo único que le interesaba era el
dinero de la caja.
La enfermedad del señor Tanaka fue un duro golpe y la
aparición de su hijo contribuyó a desestabilizarme más de lo que estaba.
¿Le gustan los animales? Veo que es el
tercer o cuarto símil que utiliza.
Me fascinaban los gatos,
aunque nunca he tenido la necesidad de tener uno propio. En el orfanato había muchos. Saltaban
por la tapia del patio y se escondían entre los parterres y las macetas.
Algunos se restregaban contra mis piernas y me dejaban que les acariciara el
lomo, que les rascara detrás de la oreja. Eran muy independientes y yo
envidiaba ese carácter. Me entendía mejor con ellos que con las personas. −Me
gustan los animales, señor Zander, son como son. Se guían por el instinto y no
le dan más vueltas.
Y el amor. ¿No se enamoró? ¿No soñaba con
conocer a alguien…?
Nunca me había enamorado. Pensaba que eso no era para mí.
Había visto a las chicas de Mamasan desquiciadas
por culpa de los hombres. Había visto como sufrían y se peleaban. Pensé que era el amor lo que las volvía
egoístas, estúpidas y crueles. Aquellas chicas estaban sometidas a los deseos
de sus novios y yo anhelaba otra cosa. No, el amor no me interesaba hasta que
conocí a Takhesi.
Hábleme de él ¿Cómo le conoció?
Fue un día frio y nuboso de finales de marzo, en el parque Shinjuku. −Lo recuerdo como si fuera
hoy− Aquel año la primavera se retrasaba. Estaba sentada en un banco, con los
ojos hinchados por el llanto— pensará usted que soy una llorona− cuando lo vi,
junto al estanque, observando los peces. Allí parado, con las manos dentro de
los bolsillos del gabán, parecía un hermoso pájaro azul (risas) con el cuello
largo y la nariz ganchuda. Ahora sé que fueron nuestras Ondas Alfa las que
conectaron, como si fueran los dos polos opuestos de un imán. Cuando me miró,
sentí como una sacudida, mi corazón se aceleró y, avergonzada, bajé la vista y
me sequé las lágrimas con los puños del jersey. Por el rabillo del ojo lo vi
acercarse y sentarse a mi lado. «Mira esos cerezos» me dijo. «Fíjate como las
yemas granates despuntan bajo la corteza». Sus palabras me trasmitieron paz, me
sosegaron. «No estés triste» me dijo, y
me acarició la mejilla húmeda.
Empezamos a hablar y
fue como si lo conociera de siempre. Nunca me había pasado nada igual. Takhesi
me dijo que hay gente que sufre y enferma
por culpa de su vida. Dijo que sentir dolor era señal de una espiritualidad
inmadura, que en lugar de martirizarme, lo más inteligente − lo más virtuoso,
fueron las palabras que utilizó − era ahondar en la realidad que provocaba ese dolor y estudiar la manera de
afrontarlo.
Comenzamos a vernos. Algunas tardes aparecía por la librería
o me esperaba a la salida de la academia. Paseábamos, hablábamos… Confiaba en
él, podía contarle cualquier cosa sin
temor a que se riera de mí, a que me juzgara o pensara que estaba loca.
¿Albergaba algún tipo de sentimientos hacia
él?
Sí, de pronto descubrí que estaba enamorada. Takhesi se
adueñó de mi mente. Pensaba en él a todas horas. A veces me sorprendía la
sonrisa bobalicona que me devolvía mi reflejo en el cristal de algún escaparate,
pero él me trataba solo como a una amiga, como a una hermana pequeña. El amor
me sumió en un estado de ansiedad desconcertante. Era algo nuevo, desconocido… Me
costaba contener el torbellino de sensaciones de mi cabeza. Intentaba
disimular, convencida como estaba que Takhesi tenía la habilidad de leerme el
pensamiento. Por las tardes, cuando
salía de mis clases tenía que reprimirme para no corre hacia él como lo haría un
perrillo contento. (Risas)
El amor me volvió
egoísta. Quería más, quería ser parte de la vida de Takhesi. Sentía celos de
todo lo que yo no compartía… Takhei era muy introvertido. No le gustaba hablar
de sí mismo. Apenas hablaba de su trabajo, no conocía a sus amigos, no sabía
que hacia cuando no estaba yo. Al principio no preguntaba. Respetaba su
decisión. Era como si existieran dos mundos y yo solo habitara en uno de ellos.
Pero a veces descubría a Takhesi mirándome y comencé a interpretar sus miradas.
Yo también podía leer su mente. Supe que me amaba. Que me amaba de ese manera,
pausada y silenciosa, con que aman las personas tímidas. Fui yo la que dio el
primer paso.
¿Se
convirtieron en amantes?
Sí, aunque Takhesi se resistía a mantener una relación. Rechazaba
cualquier tipo de apego. Decía que el
deseo incontrolable por el sexo, por los objetos, la avidez por la comida, hacía
sufrir a las personas. Tenía una peculiar visión de las cosas. Creía que los
gobiernos utilizaban los medios de comunicación para esclavizarnos con sus
mensajes subliminales. Que la industria nos envenenaba con los vertidos
inoculados en el aire y en los depósitos de agua. Que la sociedad putrefacta en
la que vivíamos nos anulaba como personas.
El también había pasado por momentos muy duros…
¿Cómo era la relación de Takhesi con su
familia?
Apenas se relacionaba con ellos. Era el único hijo en una familia de mujeres, una familia
rígida, extremadamente conservadora. El
padre daba por hecho que, a su debido tiempo, Takhesi se haría cargo de la dirección de la
empresa. Pero él no estaba dispuesto a pasarse la vida en un despacho comprando divisas y
comerciando con ellas, cambiándolas una y otra vez, hasta que solo quedara el
beneficio puro. Tenía otros planes. Le atraía el mundo de la ciencia y quería
dedicarse a la investigación. Su madre nunca le apoyó ni intentó comprenderlo. Era una mujer sumisa que
preparaba la sopa de miso y se afanaba
por conseguir un matrimonio ventajoso para sus hijas. Los enfrentamientos con el padre hicieron que acabara distanciándose de la familia. Empezó a estudiar Bioquímica en la Universidad
pero nunca llegó a acabar la carrera. En el último año, sufrió una crisis de identidad y una depresión lacerante que le llevaron al
borde del suicidio. Pasó años desayunando y cenando Prozac, flotando en una bruma
química. Durante ese proceso se sintió abandonado e incomprendido. Sintió que todos
miraban para otro lado.
¿Fue entonces cuando contacto con
Aum?
Si, un profesor de la Universidad lo puso en contacto con Shoko
Asahara. –Creo que fue a principios de
1992 − Empezó a asistir a clases de yoga en un centro de Aum. Aquellas
sesiones le ayudaron a reducir el estrés sicológico y alivió su dolor. Pensó
que a través de la espiritualidad lograría curarse y que encontraría respuesta a todas sus
preguntas. Luego se apuntó a las sesiones de Secret yoga que impartía el propio
Asahara. El lider mostró interés por
Takhesi, por sus estudios y le aconsejó
que se hiciera monje. El día que le conocí, ese era el pensamiento que rondaba
su cabeza mientras miraba a los peces. Dudaba, creía que podría ser un fin,
pero aún no se sentía preparado.
¿Se sintió usted atraída por esa filosofía?
Al principio
dudé. Mientras Takhesi pasaba por diversas iniciaciones, me convenció para que
asistiera a un centro de Aum. Yo no le veía valor a aquello. Hacía ejercicios
de respiración, de meditación, leía los libros y escuchaba cassettes con las
enseñanzas de Shoko y repetía los mantras hasta que se metían en mi cabeza.
Poco a poco empecé a notar algunos cambios positivos, a sentirme mejor. Me di
cuenta de lo pasajero que era todo, que nada dura para siempre y el sufrimiento
que causa esta transitoriedad.
¿Llegó a conocer a Asahara?
Sí, ocurrió en
una clase de Secret yoga. Fue amable conmigo. Apenas hablaba pero daba la sensación de que conocía
muchas cosas de ti, lograba que confiaras en él. Recuerdo que habló del yo, de
la necesidad de aislarlo para que no se contamine, de la necesidad de cambiar
nuestro karma. Luego dijo: «Cerrad los ojos y dejad que
vuestro cerebro se electrice y se limpie.»
Ocurrió algo que transcendió lo
físico. Mi resistencia se volvió
líquida, sentí que mis miedos y bloqueos se escurrían, como si fueran agua, por
entre los tablones del suelo. Algo nuevo y tranquilizador comenzó a brotar en
mí.
¿Pensaron en la posibilidad de
dedicar su vida a Aum?
Nunca hicimos
los votos. Podíamos desprendernos de todos los apegos pero era imposible
renunciar a lo que había entre nosotros. Ese fue el motivo de que no
dejáramos la vida secular y nos
hiciéramos monjes.
Comenzamos a
vivir juntos y entonces, en enero de 1993, falleció el padre de Takhesi. Fue
algo inesperado porque no estaba enfermo. Simplemente su corazón se paró
mientras dormía. El marido de su hermana se hizo cargo de la empresa y le
compraron su parte. De repente teníamos mucho dinero. Takhesi abrió una cuenta
a nombre de los dos en el Michinoku Bank y depositó una cantidad importante.
Luego hizo una donación a Aum, y a pesar de ser laico, Asahara le nombró
maestro. Takhesi entró a formar parte de su grupo de confianza, de la élite. Comenzó
a trabajar a tiempo completo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología de
Aum. Estaba feliz, por fin podía
dedicarse a la investigación, podía poner su capacidad técnica al servicio de
un fin más transcendental.
¿Y a usted, de qué manera le afectó?
Mi relación
con el hijo de señor Tanaka no había hecho más que empeorar. Takhesi me animó a dejar el trabajo en la librería y a avanzar
en mi aprendizaje. Comencé a frecuentar el Dojo de Aum en el barrio de
Setagaya. Era un lugar muy sencillo y espartano. Me sentaba y escuchaba las
prédicas y los sermones, y me impregnaba de la fuerza que transmitían. También doblaba
y repartía folletos. Me gustaba hacerlo y con ello acumulaba méritos para
recibir energía directamente del gurú.
¿Es
cierto que se usaban drogas como parte de ese aprendizaje? ¿Llegó usted a
tomarlas?
Nunca. Había
algunas iniciaciones bastante duras donde sí que se usaban. Creo que era LSD.
Alguien que lo había hecho me contó que
dejabas de sentir el cuerpo, solo existía tu mente. Te encontrabas cara a cara con tu subconsciente más profundo.
Te sentías inerte, como debe de sentirse uno cuando se muere. Las iniciados en
esa práctica llamaban la atención porque parecían todos enfermos, carecían de
expresión, algunos no respondían a estímulos pero se tenía la idea de que
mientras uno avanzaba en su espiritualidad ninguna otra cosa importaba.
Recuerdo que
corrieron rumores de que había muerto gente por eso. Pero los rumores en Aum no
pasaban de rumores. No había forma de confirmarlos.
¿El
contacto con la élite transformó a Takahesi?
A mediados de
1993, los sermones se volvieron más radicales y violentos. El Budismo Vajrayana es muy
diferente a los demás. Entonces solo lo practicaban aquellos que habían conseguido
un estadio muy elevado. Con esas prácticas Takhesi empezó a cambiar. Miraba a
la gente por encima del hombro, como si fueran seres inferiores y eso no me
gustaba y se lo dije. Se le veía muy estresado y nervioso. Apenas comía, su
cuerpo empezó a resentirse y adquirió un
aspecto enfermizo. Lo achaqué al trabajo. En Aum la gente trabajaba duro, pero
lo hacían sin orden, improvisando sobre la marcha y la mayoría de lo conseguido no servía para
nada. Takhesi empezó a obsesionarse con
la idea del fin del mundo, del Armagedón. Su visión apocalíptica le hacía ver
conspiraciones y amenazas por todas partes. La destrucción es el principio con
el que opera el universo y él creía que
era necesario destruir para volver a construir la nueva paz, la nueva
tierra y que los medios no
importaban.
¿Y usted, le daba crédito a todo eso?
Cuando dejas
de creer en la realidad que pisas te creas una realidad personal.
Recuerde lo
que pasó antes de la llegada del Millenium. La gente estuvo dispuesta a creer
en cualquier cosa, en las profecías de Nostre Damus, en un ataque de los
masones, en lo que fuera. Todas las religiones contemplan una visión
apocalíptica del fin del mundo. La humanidad cree en ese destino con un temor inconsciente y secreto. Nos aterra
la incerteza del futuro. La idea del fin era uno de los ejes de las enseñanzas de
Aum. Pero no, no era nada que me quitara el sueño.
¿Acabó radicalizándose Takhesi?
Sí, lo hizo. A veces captaba un atisbo de locura en
sus ojos. Estaba obsesionado con la idea
de la destrucción. «Después de un apocalipsis, me dijo, se produce un efecto de
purga, de purificación. Si destruyendo a las personas, las elevas, esas
personas serán más felices de lo que serían en esta vida.» No fui capaz de
calibrar el verdadero alcance de aquellas palabras. Takhesi había dejado de
escucharme. Estaba cada vez más preocupada.
En aquel
entonces, trabajaba en el Saytan número 7. Investigaba superconductores,
partículas atómicas y demás. Más tarde me enteré que era la planta del gas
sarín.
¿No llegó a sospechar nada de lo que se estaba preparando?
Ni se me pasó
por la cabeza. Era algo impensable para mí. Desconocía la autentica finalidad
del trabajo de Takhesi, aunque lamentablemente no tardaría mucho en enterarme.
Cuénteme que pasó.
La noche que ocurrió
el accidente en la tercera planta del Saytan número 7, todas las personas que
se encontraban allí entraron en pánico. Las máquinas de limpieza Cosmo, que
filtraban el aire para proteger de
posibles escapes tóxicos, no funcionaron. Tampoco nadie se acordó de las
inyecciones de sulfato de atropina que se guardaban para usar al menor síntoma
de envenenamiento. Dejaron solo a Takhesi retorciéndose en el suelo y echando
espuma por la boca. Hideo Murai, que
era el Ministro de Ciencia y Tecnología, vino a verme y me contó lo ocurrido. Me
dijo que Takhesi había completado su ciclo.− ¿Puede usted creerlo?− Me dijo que
sería recordado como un héroe, como un heraldo de la nueva era que se avecinaba.
Apenas podía dar crédito. Lo miraba y su cara no expresaba nada, ni una ligera
emoción. Escondí mi dolor. No le di el gusto de que viera como me derrumbaba.
Cuando se fue y me quedé sola, grité. Sentía como si un clavo me atravesara el
cerebro con un dolor punzante, como si se desinflara una burbuja y me dejara
vacía. La realidad paralela en la que vivía se hizo añicos como la ampolla de
gas sarín que se llevó la vida de Takhesi.
Los días siguientes los pasé en la cama hecha un ovillo. Me quedé sin lágrimas,
no podía probar bocado. Pasaba las horas contemplando el cielo a través del
cristal empañado, contemplando el temblor de las hojas.
Asahara me llamó.
Quería verme y fui al Monte Fuji. Me dijo que entendía mi dolor, pero que tenía
que trabajar el Karma de la renunciación y desprenderme de todos los apegos. −En
Aum todo se achacaba al Karma.− Casi me ordenó que dejara la vida secular y me
hiciera monja. En aquel momento deseé abofetearlo.
Por primera vez le vi como realmente era y sentí asco. Le dije que me diera un
tiempo, que me dejara completar mi duelo y que después haría los votos.
Decidí que tenía que salir de Tokio. Alejarme de todo para
poder pensar, así que una mañana cogí el ferry a Okinawa y tomé una habitación
en un pequeño hotel frente al mar.
Pasaba los días con
la mirada perdida en el horizonte sin saber si la puesta de sol señalaba el fin
del mundo o el comienzo. Estaba como en un estado de ensoñación permanente. Los
días eran largos y tibios pero yo sentía el tiempo detenido y un vacio helado en
mi interior, como si el aire estuviera escarchado de silencio.
Por las noches, el recuerdo de Takhesi invadía mi memoria. Era
algo muy vivido, casi tangible. Podía sentir su presencia en la penumbra y
percibir su olor.
−Pero es imposible detener el tiempo, señor Zander. Incluso
un reloj parado marca la hora exacta dos veces al día.
Una tarde vi que un hombre me observaba. Recordé que también
lo había visto en un restaurante del puerto. No le presté atención pero al poco
volví a verlo y algo en él me inquietó. Supe que me estaba vigilando. Tal vez
sea cosa de las Ondas Alfa, pero la gente de Aum podemos reconocernos, es como
si todos estuviéramos marcados por una especie de estigma y aquel hombre era de
Aum.
Entonces, la mañana del 28 de junio, mientras desayunaba en
una cafetería escuche en la radio que un grupo terrorista había liberado gas
sarín en Matsumoto, en el área de Kaichi Heights, matando a ocho personas. No
tuve la menor duda de la autoría de Aum. Eso me aterró y me hizo salir de mi
letargo.
Aquella tarde tomé el ferry y volví a Tokio. Vacié la cuenta
del Michinoku Bank e hice una maleta con lo imprescindible. No
quería arrastrar nada conmigo. Saqué un pasaje para Hong Kong y antes de
partir hice una llamada anónima a la
policía.
¿Tuvo miedo a posibles represalias?
Mucho miedo. Pensaba que podían estar buscándome para
hacerme daño. Intenté pasar desapercibida y no llamar la atención. Pero luego
me tranquilicé porque durante un tiempo no volví a saber nada de ellos. Cuando escuché lo de los atentados en el
metro de Tokio y la posterior detención de los miembros de Aum, a pesar de lo
terrible que fue todo aquello, me sentí aliviada.
¿Sería muy duro volver a empezar de cero en
una ciudad desconocida?
El principio fue durísimo. Mas que el miedo, era el dolor lo
que se me hacía insoportable. Ahora ya
hace mucho tiempo de todo aquello y he tenido que aprender a vivir. Sigo
practicando yoga y trabajando en mi espiritualidad. A veces voy al templo, allí
encuentro la paz y el sosiego que
necesito. Eso me ayuda. Aunque le cueste creerlo, no todo era negativo en Aum. −Ya
no tengo odio, señor Zander. Ahora que Shoko Asahara ha muerto, por fin siento
que he finalizado mi duelo.
−Ya ve, la vida es como un tablero de parchís. Avanzas a
golpe de azar, todo depende de los dados. Si la suerte no está de tu parte,
te comen y te mandan a la casilla de
salida.
Cuando terminamos la entrevista Ikari Izumi me acompaña
hasta la puerta. Al despedimos percibo en la turbiedad de sus ojos los
aguijonazos de un el dolor antiguo. Ha caído la noche. La ciudad bulle arropada
en las luces de neón. Es como el run run de un enjambre rebosante de vida. Tomo
una bocanada de aire y camino despacio en dirección al hotel. Las últimas palabras de Ikari Izumi aún
resuenan en mi cabeza. « Aquel año, las yemas de los cerezos del parque Shinjuku retoñaron en veneno. El paraíso
resultó ser una quimera y Asahara, un falso profeta que nos manipuló a todos.»
Deja un comentario. Tu opinión y tu crítica constructiva me ayudan a mejorar.
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