Alrededor de la hoguera, los jornaleros celebraban el final de la “Zafra”. La caña de azúcar, recolectada en su mejor momento de madurez, había dado una cosecha magnífica. Cuando sus tíos, Don Jaime y Doña Rosario, propietarios de la Hacienda, se retiraron a la casa grande después de brindar con sus trabajadores, Ramón se quedó observando la fiesta desde las caballerizas, apoyado en el cercado bebiendo un vaso de ron.
Alrededor de la hoguera, los jornaleros celebraban el final de la “Zafra”. La caña de azúcar, recolectada en su mejor momento de madurez, había dado una cosecha magnífica. Cuando sus tíos, Don Jaime y Doña Rosario, propietarios de la Hacienda, se retiraron a la casa grande después de brindar con sus trabajadores, Ramón se quedó observando la fiesta desde las caballerizas, apoyado en el cercado bebiendo un vaso de ron.
La
calidez de la noche era como el aliento de un amante…
Dámaris
bailaba, junto al fuego, al ritmo de los bongos y el rasgueo de las
guitarras. Los hombres la jaleaban; las
mujeres la miraban envidiando su belleza animal y salvaje. La mulata, acompasando
sus movimientos a la cadencia de la música, cimbreaba el cuerpo, reía y su boca parecía pedir a gritos ser
besada. La falda revoleaba mostrando la rotundidad de sus muslos, la blusa se
le pegaba al cuerpo, el pelo a la cara, la piel le brillaba perlada de sudor. Algunas
voces protestaron cuando dejó de bailar y se alejó, contoneando las caderas, de
la lumbre. Al pasar junto a Ramón, lo
miró cómplice con la sonrisa burlona en los labios. Despacio, se encaminó hacia los arboles y desapareció en
las espesura.
Ramón esperó un tiempo prudencial
antes de seguirla. El sendero estaba apenas
iluminado por las manchas de luz que lograban atravesar el ramaje. El sonido de la música se fue
acallando y, en la quietud de la noche, tan
solo
se escuchaba el crujir de la hojarasca aplastada por sus pies, el
zumbar de los insectos, el grito de algún animal llamándose. Él también acudía
a una llamada. Acudía con el corazón
desbocado y el deseo hormigueando en cada poro de su piel.
Dámaris
esperaba en el claro, junto a la charca,
recostada en el tronco de una Ceiba
centenaria. Las mariposas nocturnas revoloteaban a su alrededor como adorándola. Rió con un sonido de pájaro, su
piel canela moteada por la luz de la luna.
−Ven,
Ramón- Susurro excitada −ven conmigo…
Él se
acercó. La aprisionó con sus brazos y se apretó a su cuerpo con deseo. Olía a
tierra, a musgo, a lumbre...
−Dámaris...
−Shhhh,
no digas nada.
Acallaron
las palabras con sus bocas. Se mordisquearon los labios. Sus lenguas se encontraron, se
reconocieron...Los besos eran dulces como el agua de coco.
Ella
agarró su mano y la condujo, ansiosa, entre sus muslos. Su sexo estaba húmedo,
caliente. Los dedos penetraron, expertos, aquella cueva suave hurgando en cada recoveco,
activando los puntos de placer. Ramón se llevó la mano a la nariz y se impregnó
de su aroma. La miró a los ojos con la respiración entrecortada mientras lamía,
goloso, cada uno de los dedos deleitándose con su sabor salino. Ella le
desabrochó los pantalones y le sacó la vega dolorosamente dura.
− ¡Cógeme!−dijo
adelantando sus caderas como una ofrenda.
Él la
penetró y sintió que se perdía dentro de ella.
Sus
cuerpos se acompasaron en un ritmo frenético. Cuando Dámaris intuyó que Ramón
iba a explotar, le dijo:
−No lo hagas
dentro. Si me preñas, tu tío me matará…
Él se
vació sobre su vientre, una eyaculación potente que resbaló por su piel hacía el
vello áspero y abundante del pubis.
Exhausto
y saciado Ramón le besó el pelo, la nariz, le acarició la cara.
−Te
amo, Dámaris...
Ella selló sus labios con un dedo y le miró con la
sabiduría ancestral de su raza.
−Shhh.
Calla… Si malgastas tu amor en mi, después tendrás que malgastar tu pena.
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