El cuento de la Serafina





Cuento rescatado del fondo del cajón

a Mercè Rodoreda

Ay, Serafina. Serafineta…




Dicen que llegó tarde, cuando ya nadie la esperaba. Su madre, la Felisa, bajaba del terrado, de tender la colada, rumiando sus miserias: «¡Diez hombres, que ya me vale! Todo el trabajo para mi…que son unos inútiles y me lo dejan todo por el medio, y yo con esta panza tan gorda y las piernas hinchadas como botas…» Sin darse cuenta resbaló y cayó escaleras abajo de culo hasta aterrizar en el rellano. Aquella tarde rompió aguas.

Fue un parto sin complicaciones, como coser y cantar. Dos empujones y…


La señora Concha, la comadrona dijo: «Una nena, Felisa. Mira qué gordita».


El padre, casi sin mirarla, preguntó que día era.


La señora Concha dijo: «Hoy es San Serafín de Montegranario, más santo imposible». Se conocía el Santoral de la A a la Z.


Pues nada más que decir, gruñó el padre, le gritaremos Serafina.


Cuando la fueron a bautizar, el capellán dijo: « !Qué nombre más bien escogido. ¡Nombre de Ángel, que es lo que parece!»
Y así fue creciendo, entre gritos y sin afecto. «¡Serafina, vacía el cubo!¡Serafina, pon la mesa! ¡Serafina, barre la puerta!»  Y Serafina vaciaba, ponía, barría mientras canturreaba una melodía pegadiza de las que escuchaba en la radio. A veces se distraía mirando un pájaro posado en una rama o rascándole el lomo al gato que se estiraba perezoso al sol. Si tardaba un poco, ya se escuchaba gritar a la Felisa: « ¿Serafina, que haces? Como tenga que salir a buscarte te va a caer una buena».


Sus hermanos, nueve de lo mismo.: «¡Serafina, plánchame la camisa que voy a ver a la novia! ¡Serafina, el agua caliente que me quiero afeitar! »Y la Serafina planchaba y calentaba y traía, siempre con una sonrisa en los labios y hablando sola, que nadie más la tenía en cuenta.


El abuelo le gritaba: « ¡Serafina, ven, hazme compañía! Siéntate aquí, en mis piernas. ¡Que niña mas bonita, dame un besito!» Y le metía la mano por debajo de la falda, dentro de las braguitas.« Que cosquillitas tiene la nena… »La Serafina sentía un hormigueo que le subía por la barriga y que le daba gustito.
Apenas fue a la escuela. Era dura de cabeza y no le entraban las letras. En clase no hacía más que hablar y distraer a las otras. Se pasaba las mañanas castigada, de rodillas, frente a la pizarra.


La tía Tránsito, que tenía la cara avinagrada y le gustaba meter la cabeza en todo decía: « Esta niña es tonta. Nunca haremos carrera con ella».


Los chicos le gritaban: « ¡Hola Serafina! ¿ A donde vas Serafina? » Alguno la esperaba detrás de la tapia y la arrastraba a la oscuridad. «!Dame un beso, Serafina que yo te quiero¡ » Y medio aplastada contra la pared, le tocaba los pechos, le pellizcaba los pezones jadeando en su oreja y dejándole el cuello húmedo y pegajoso de saliva. « !Serafinaaa¡» Se escuchaba gritar a la Felisa « ¿Qué haces ahí fueraaaa? Entra pa dentro alma de cántaro».


Romana, la gitana que vivía calle abajo, siempre la engañaba con ardides: « ¡Mira que botón de nácar y que hilo rojo tan fino! Te lo cambio por tres huevos y un buen trozo de longaniza» Cuando su madre se daba cuenta de lo que había hecho, le ponía el culo rojo con la zapatilla. «Tonta, que eres tonta»
Era una niña bonita, medio rubia y  alegre, con dos ojos enormes, del color de la canela, tan llenos de inocencia que lo miraban todo y solo veían lo bueno. Y habladora, muy habladora.


La tía Tránsito dijo: «Felisa, ves con cuidado, que esta niña un día te viene con una panza».


Y el Miguelón se la hizo. La esperaba en la fuente, sentado al lado del caño, echando humo por la nariz y con peste a tabaco negro. « ¿Dónde va tanta belleza? » le decía halagador. « ¡Toma, coge esta flor, que eso es lo que tú eres!» Comenzaron a pasear. Se sentaban muy juntos en un banco apartado, donde nadie los veía y el Míguelón comenzaba a manosearla. Le agarraba los pechos como si fueran los de una vaca y le metía la lengua hasta la garganta. La Serafina sentía nauseas y un poco de asco. El aliento le olía mal, una mezcla de caries, vino y tabaco fuete. Pero, era tan bueno el Miquelón… La quería tanto…


 Cuando lo llamaron a filas le venía lloriqueando: « ¿Qué haré sin ti, Serafina, tan lejos, tan solo? ¡Déjame que te mire! ¡Déjame que te toque! Déjame que sea tu hombre y te llevaré aquí, en mi corazón» le decía mientras la arrastraba a la oscuridad del establo y la tumbaba entre la paja. Le subía la falda y le bajaba las bragas y se le tiraba encima como un fardo y ella sentía como la paja se le clavaba en la espalda y se le metía entre el pelo. Con dos empujones ya había acabado. La Serafina se subía las bragas y se sacaba la paja de la faldilla y de los cabellos pegajosos. «Me quiere de novia» Pensaba sin emoción y a pesar de todo se sentía feliz.


Miguelón le dio una foto cuando se iba al campamento y le dijo que le escribiría todas las semanas. Mientras esperaba aquellas cartas, que nunca llegaron, la barriga le comenzó a crecer.
                                            


La tía Tránsito dijo: «Ya te lo advertí, Felisa. No vale la pena enfadarse que el daño está hecho.  ¡Esto lo arreglo yo como que me llamo Tránsito! » Y se fue directa a la rectoría. Salió contenta, con una solución en el bolsillo.
                                                                                                                                                                    El día que se marchó, la gente del pueblo que estábamos en la plaza, la vimos subir al furgón cargando una maleta. Desde la parte de atrás la Serafina decía adiós con la mano. ¿A quién? Nadie fue a despedirla. Los ojos le brillaban, quizás más de emoción que de pena. No volvimos a verla, ni a saber cómo le fue pero a muchos, cada vez que pasábamos por la fuente del caño, nos parecía sentirla canturrear bajito con aquellos ojos del color de la canela que lo miraban todo y solo veían lo bueno

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