La Bahía de Hudson
Mi nombre es Kokyangwuti pero antes fui Winona ,
hija de Canowicakte, cazador de los bosques y
de Antionette , más allá del precio. De mi
padre, conservo el sabor vivificante de su carne y su energía fluyendo por mi
torrente sanguíneo. De mi madre el olor ahumado de la tira de cuero que entrelazaba en
su pelo, y el aroma a sal. Hace ya mucho que no están pero sus corazones laten,
al unísono, con el mío.
Todos los años, en el mes de la luna de la rana, cuando la
pesca está en su máximo esplendor, bajo
en mi canoa hasta la desembocadura del
rio Albany a vender las pieles a los hombres blancos de
la Compañía de la Bahía de Hudson, allí
donde levantaron su campamento hace ya muchas lunas.
Al principio se reían de mí, una mujer que vivía sola, en el
bosque, cazando animales cuando todos
los de su tribu se habían ido a las reservas. Pero ahora ya no. Han pasado
muchos años. Ahora soy una anciana amarillenta y famélica con un pelo blanco y
crespo, que no dejo que nadie toque. Estación tras estación mis pieles siguen
siendo las más tupidas y abundantes.
A los Cree que
traemos pieles nos tratan muy bien. Antiguamente nos daban harina y azúcar y
también ron con el que aflojaban nuestras lenguas. Algunos empezaron a hablar. El
ron es un arma furtiva y poderosa… Nuestras historias calaron como una
maldición en la mente del hombre blanco. Se contaron las historias sobre
personas que comían carne humana, que se convertían en bestias salvajes que median más de 6 metros y cuya hambre solo
podía ser satisfecha con más carne humana lo que acrecentaba, aún más, su
avidez. Librarte de una maldición, una vez que se ha apoderado de ti, es como
intentar sacudirse una gorda sanguijuela de la mano.
En esta rigurosa tierra
del norte es mejor pasar desapercibida, no llamar la atención. Dejo mi
canoa oculta en un recodo del rio. Vendo mis pieles y me aprovisiono de todo lo
necesario para el invierno y luego me esfumo, desaparezco. Entonces puedo moverme
a hurtadillas, deslizarme entre las sombras y escudriñar los callejones
solitarios, observar la vida a través de las ventanas. Hasta mi llega el hedor
de las espinas y las cabezas de pescado pudriéndose en las calles; el olor de
la comida china mezclado con el de incienso quemado. La música y las risas que se escapan del interior
de los salones.
El espíritu se despierta, no puedo reprimirlo. Olfateo el
aire buscando un rastro. Tengo que dejar que salga, que satisfaga su voracidad…
Todo empezó así
Vivíamos en la ruta de las trampas.
Aquel año el otoño
había sido prometedor. Habíamos capturado muchos patos y gansos, atrapado con
lazo cuatro familias de castores, también urogallos y esturiones, pero no
conseguimos ningún alce y las ancianas, rápidamente, comenzaron a parlotear que
ningún alce, al empezar el invierno, significaba hambre para más tarde.
El tiempo de la luna creciente, cayó. La nieve estaba tan
profundamente asentada que el invierno
formaba parte de nosotros.
Los cazadores empezaron
a volver con las manos vacías, congelados y asombrados de la ausencia de
animales e incluso de huellas. A los niños nos asustaban sus miradas perdidas. Andábamos
todo el tiempo rapiñando comida. Las mujeres pelaban cortezas de alerce para
hacer té o escarbaban en la nieve profunda con la esperanza de encontrar algún
helecho seco.
Siempre habíamos
conseguido sobrevivir en grupos más pequeños, pero esta vez no tuvimos opción. Algunos hombres se quejaban de que éramos
demasiados para que el bosque pudiera sustentarnos. Algunos deberían partir con
la familia con la esperanza de sobrevivir. Al final, solamente el testarudo de
mi padre, mi madre y yo nos adentramos solos en el bosque.
Caminamos sin tregua. Había muchas huellas que cruzaban la zona:
huellas de zorro, marta, lobo, lince y liebre. Las huellas se acababan cerca
del acantilado, en el rio donde desemboca el arroyo Wakina. Esa noche, junto al fuego, susurrábamos oraciones que
ascendían al cielo con el humo apestoso. Los días siguientes no hubo caza. El
bosque era un cementerio helado, silencioso. Mi padre pasó largo tiempo
intentando pescar con una cuerda de tendones y un azuelo de hueso. Al
anochecer, mi madre le pidió que lo dejara, pero no hizo caso. Bajo la piel de
alce, la aurora boreal brillaba con tanta intensidad que me despertaba. El
bosque sonaba con extraños aullidos y chillidos, parecía que los arboles
estaban reventando de frio, que los lobos aullaban hambrientos.
Por la mañana encontramos a mi padre sentado en la nieve. El
fuego se había extinguido hacia horas. Una horrible mueca se dibujaba en su
cara. Mi madre lloro la muerte de mi padre con lágrimas que helaban sus
mejillas. Yo lo miraba fijamente, en un estado lánguido.
Esa noche le susurre
tenuemente al bosque, para que pudiera oírme, que si resistíamos nos alimentaríamos
bien al amanecer.
Los días siguientes salió el sol, y seguíamos vivas pero no
hubo comida. Al tercer día cumplí la promesa que hice de alimentarnos. Con nuestras últimas
fuerzas recogimos leña, saqué un cuchillo y lo acerqué a mi padre.
Comimos hasta que nuestros estomago se tensaran como
tambores, gotas de sudor resbalaban por nuestra frentes y nuestra mejillas se
pusieron coloradas.
Cargamos con la carne que quedaba en un fardo y decidimos
volver por el camino helado. Fue durante aquel trayecto que una sombra ominosa me
cubrió y sentí que algo me atrapaba. Una sacudida lacerante que me desgarró la
carne y se expandió por la espina dorsal quemándome hasta las últimas puntas
del pelo, hasta las uñas de los pies. Cuando aquel ramalazo punzante, como
afilados cristales de hielo, hormigueó por mis venas sentí una energía
renovada, una fuerza imparable, una
lucidez tan poderosa que me estremeció de terror.
Mi madre fue testigo de aquella transformación. Lo supo y
durante todo el camino no dejó de escudriñarme, pensativa, aunque de su boca no
salió ni un ligero sonido.
Avanzamos seguras y con fuerza sobre nuestra raqueta de nieve.
La luz del sol nos iluminaba por detrás y los hombres nos miraron con extrañeza
cuando nos vieron llegar. Debían preguntarse dónde estaba padre. Los niños nos rodearon
nerviosos, famélicos pidiendo comida. Estaban consumidos por la tos y la
enfermedad amarilla. Aquel año no habíamos logrado suficientes estómagos de
liebre para protegernos, con sus hierbas amargas, de la enfermedad.
Mi madre les contó que padre había muerto. Les hablo de huellas, huellas que parecían humanas, pero que eran
más grandes, con hoyos que parecían clavados en la nieve por garras en lugar de
dedos. Huellas de Widingo. Tan solo
intentaba salvarse. Supe que ellos lo sabían, pero no me miraron a mí, miraban
a mi madre. Ella no era de fiar, a los ojos de los hombres se había convertido
en otra cosa. Nos arrebataron el fardo y colgaron el contenido en un árbol, a
gran altura, para que los Manitus lo
divisaran.
Cuando volvieron a buscarnos, mi madre me escondió. Lo observe
todo bajo el manto de alce, silenciosa como un lince hambriento. Esparcieron cedro
triturado por el suelo mientras mascullaban oraciones. Mi madre los observaba
con los ojos brillantes y el cuerpo tembloroso. Luego la ataron. Sus sollozos
se convirtieron en furiosos gruñidos mientras empezaba a temblar y a retorcerse
con tanta fuerza que parecía que iba a romper las cuerdas y a atacarlos. Le
pusieron una sabana sobre la cabeza y
apretaron con fuerza su cuello. Sus pies se estremecieron y luego quedaron
inmóviles.
Fue entonces cuando tuve mi primera visión. Tenía que salir,
escapar. Tenía que sobrevivir. Las imágenes del camino se me revelaron nítidas
ante los ojos. No había que pensar, tan solo seguir las huellas profundas
marcadas en la nieve, las huellas que se dirigían hacia el precipicio que caía
sobre el rio. Corrí, volé con los hombres pisándome los talones .El aire me
abrasaba los pulmones. Mi respiración era el jadeo sibilante de un animal
acorralado.
Al llegar al precipicio salté. Fui lince, fui águila
planeando en la corriente de aire. Fui esturión cuando me recibió el colchón plateado y turbulento del agua. Me
fundí con la corriente helada en un solo cuerpo. Millones de gotas en la misma
dirección. Cuando al final me retuvo un remanso ya no sabía lo que era. ¿Humano,
animal, espíritu, demonio? ¿Tierra, agua, aire, fuego? Lo era todo, luz y
oscuridad, humo… Tenía que encontrar mi sitio.
Sobrevivir a cualquier precio y alimentar a la fiera cuando se
manifestase. Ese era mi destino.
Me había convertido en un Widingo. Un espíritu maléfico que devora humanos. Era eso.
Durante
Durante años, las historias fueron lo único que tenía para
mantenerme viva.
Mi vida fue esconderme. Cazar, pescar, poner trampas,
observar el cielo en las noches claras hasta tarde, prepararme lo mejor que
podía durante el corto verano para la llegada del invierno. Días de amarga
felicidad. Mis cambios de ánimo me arrastraban como tormentas de verano. Estaba
horrorizada y fascinada por aquello en lo que me estaba convirtiendo.
Descubrí que raíces podían curar y cuales mataban. Aprendí a coser las pieles con el pelaje para
dentro para vestirme con ellas. Cuando los mosquitos búfalo amenazaban con
enloquecerme, quemaba las ramas verdes de los abetos. Aprendí los lugares del
río donde se escondían los peces cuando apretaba el calor y a capturar
abundantes castores sin espantarlos para siempre. Aprendí los mejores lugares
para colocar las trampas. Me convertí en una cazadora implacable.
Tenía la capacidad de ver pequeños fragmentos del futuro,
tanto próximos como lejanos.
A veces, el aire transportaba el aroma que despertaba a la
bestia. Alguien se había desviado de su ruta. El widingo
aparecía exigiendo su tributo y me impregnaba de su voracidad insaciable. No podía negarme a esa naturaleza y obedecía al
instinto. Salía a su búsqueda, de caza.
El fin
Contaban los ancianos que el ser humano continúa residiendo
en el interior del Widingo, más
concretamente donde debe estar su corazón. Yo doy fe de ello. Estoy atrapada, dentro del Widingo en perpetua lucha con él. Me siento vieja y cansada, mis huesos gimen pidiendo una tregua. La única forma de matar a un Widingo
es matando también al humano que hay en su interior. Sé que el momento no
tardará en llegar. Lo he visto en mis sueños.
Hola, Conrad, he quedado extasiado con tu relato. Tienes un estilo narrativo sumamente original que atrapa no bien uno comienza la lectura. Tu modo particular de contar despierta el interés del que te lee. En este relato das muestra de un don, no sé si natural, para expresar mediante la palabra escrita. Tu historia me ha fascinado por la riqueza del léxico y las fantásticas descripciones. Y, por supuesto, por muchas cosas cosas más que sería largo enumerar. Volveré a leerte. Mis felicitaciones.
ResponderEliminarAriel
Hola, R. Ariel
EliminarGracias por tu generoso comentario. Eres el primero que comenta en mi blog. La verdad es que cuando conocí la leyenda del Widingo enseguida me fascinó y supe que quería escribirla. Como desconozco la culturas nativas de Norteamérica me leí una recopilación de relatos y debó confesar que de ahí salieron, literalmente, gran parte de las expresiones que utilizo. Así que ya ves, el merito es compartido. Es una visión muy personal del tema que no se ajusta ni en el tiempo, ni en las tribus, ni en la geografía. Todo lo he adaptado a mi conveniencia. Me alegra mucho que lo hayas disfrutado.
Un saludo.
Había oído acerca de los widingo, pero leerlo así, de boca de una de ellos, de cómo se convirtió, sin duda te deja más helado!! qué bueno! Me ha encantado la forma en que lo narras 😊
ResponderEliminarNos leemos!!
Gracias, Carmen
ResponderEliminarNos leemos. Un saludo.
Todo un hallazgo. Lo bien narrado, lo prolijamente narrado, el hilado minucioso de las ideas sin digresiones innecesarias, resulta en una lectura de la que se sale muy satisfecho.
ResponderEliminarEs un relato con la cantidad justa de componentes poéticos no tópicos y el pragmatismo de la reflexión maneja perfectamente el tempo de la voz narradora.
Me gustó mucho esta propuesta.
Gracias, Gavrí Akhenazi. Un saludo
ResponderEliminarMe ha cautivado por lo bien escrito que esta. Es un relato mágico y poético .La música preciosa.Saludos
ResponderEliminarHolq, Conrad. Como dice la protagonista: luces y sombras. Un estupendo relato que sorprende, conmueve y sobresalta.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias Mirna. Un abrazo
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