Cuando sus suegros se
van, Encarna se encierra en el lavabo y se pone a llorar. ¡Qué vergüenza!
¿Cómo ha podido olvidarse de poner las almejas en agua con sal? La paella estaba llena de arenilla, incomible.
Todavía le parece ver la cara de su suegra, esa mala pécora, disfrutando, aprovechando la ocasión para dejarla en
ridículo delante de todos. Si no fuera por lo que es, ya le iba a decir cuatro
cosas a esa bruja, pero claro, Eugenio siempre le da la razón. A su madre que
no se la toquen pero a ella, a ella le pueden hacer y decir perrerías, que él se queda tan pancho. Como si ella no fuera su mujer, como si no fuera la
madre de sus hijos. A veces, hasta le parece que disfruta. «Ya te acordarás» se
dice « a cada cerdo le llega su San Martín».
Nunca tendría que haberse casado. Con lo a gusto que estaría sola, sin nadie que
le chiste, entrando y saliendo, haciendo lo que le saliera del moño. Cometió un
error y los errores se pagan. Apenas se
casaron, ya Eugenio le prohibió que se juntara con sus
amigas de soltera. « Un nido de cotillas, tanto hablar, tanto hablar. ¿Qué
tienes tú que hablar con nadie?». Y ella no se opuso y dejó que le fuera
comiendo terreno. Confundió su vida con la de su marido y más tarde con la
de sus hijos y cuando echó cuentas, su marido y sus hijos tenían una vida, y
ella no tenía nada. Todo lo hizo pensando en ellos, olvidándose de ella. Así están
las cosas ahora, que la toman por un
cero a la izquierda.
Que poco queda de aquel Eugenio con el que se casó. Que poco
les duró el deseo y la complicidad, que
pronto llegaron los reproches. Si fuera
capaz, daba una espantada y ahí se quedaban todos. ¡Ya la iban a echar de
menos, ya! Se iban a enterar de lo que vale un peine. A ver quien les iba a cocinar, a planchar, a ver quien les iba a quitar la
mierda. Porque se han acostumbrado a que
se lo den todo hecho, todo son exigencias, que no valoran nada. Eugenio, el día que ella falte, se ahoga en un
vaso de agua, que no es capaz ni de cambiar una bombilla y, anda que no se las da de listo ¡Más que nadie!
Todo porque hojea los periódicos y
escucha las tertulias de la tele, aunque
enterarse, enterarse, no se entera de
nada, que no tiene criterio el pobre, que tiene la cabeza llena de las ideas que le meten sus amigotes. Eso sí, si
ella opina sobre algo la mira con desprecio, con aires de superioridad. « ¿Qué sabrás tú?» le dice. Y ella podría
contestarle bien contestado, que a veces le dan ganas, pero se la guarda,
porque hace ya tiempo que aprendió que
una mujer no debe enmendarle nunca la plana al marido, que los hombres necesitan sentirse muy hombres,
que hay que decirles que lo hacen todo
muy bien si no quieres malas caras y malos modos. Y sus hijos, maldita la hora
en que los parió. Todo el día pidiendo,
que parece que no tienen fondo y luego, ahí te las apañes, si te he visto ni me
acuerdo. Un par de egoístas es lo que son. Claro que si por ella fuera…pero Eugenio
les consiente todo y al final, ella acaba siendo la mala.
Encarna se observa en el espejo. Los ojos hinchados, la cara
abotagada. Está hecha una facha. Se mira el pelo reseco; los tres dedos de
raíces canosas. Necesita un tinte con urgencia. Últimamente se ha dejado mucho.
Ya se encarga Eugenio de recordárselo: «Cada día estás más gorda, Encarna. Cada
día te pareces más a tu madre». A su madre, la pobre, que la tiene atravesada, que no la traga ni en
pintura. Y es verdad, con tanto disgusto le ha dado por comer, por atiborrarse
con ansia de todo lo que pilla en la nevera. La ropa le queda tan estrecha que apenas cabe en ella.
Se siente tan triste, tan sola. La gente huye de los tristes por
miedo al contagio. La tristeza es contagiosa.
Si no fuera por su trabajo, Encarna ya habría hecho una
locura. Pero su trabajo le encanta, es su parcela personal, un espacio lejos de
la influencia de sus hijos y de su marido donde el aire se vuelve más respirable, donde
se siente libre y puede ser ella misma. No ve la hora de que llegue el lunes,
de perderlos a todos, por un rato, de vista.
Lo primero que hace Encarna al llegar a la residencia es
mirar el parte de incidencias. Hoy parece que la noche ha sido tranquila. Luego
se toma un café bien cargado y, cuando siente que la cafeína le hormiguea por
las venas, se pone manos a la obra. Hay que levantar a los viejos y darles el
desayuno. Allí nadie le chista. Es la veterana, la más antigua de la plantilla
y eso le imprime autoridad frente a sus
compañeras, la mayoría ecuatorianas a las que hay que vigilar en corto para
que no se escaqueen, que lo que es trabajar no les gusta mucho. Encarna piensa que no es racista, pero donde se ponga una
española que se quiten todas estas panchitas,
que hablan que no hay quien las entienda, que no saben hacer la o con un canuto.
Recorre el pasillo abriendo las puertas de las habitaciones
mientras vocea que hay que levantarse, que ya es la hora.
—A ver— dice entrando en la primera y
descorriendo las cortinas para que entre la luz, —arriba, gandulas, que hay que
desayunar. Venga, Prudencia, no te hagas la remolona. No la vayamos a tener…
Nada más tirar de las
sabanas nota el olor. Siente que se enciende cuando ve las manchas marrones y la
humedad en el colchón.
—Ya te lo has hecho
otra vez, ya te lo has hecho otra vez… Me cago en la hostia, Prudencia, pronto
empezamos. Guarra, que eres una guarra, mira como te has puesto. Lo haces por
fastidiarme ¿es eso, no? quieres joderme…
Prudencia la mira asustada,
intenta protegerse de ella con las manos.
— ¡Incorpórate! —le ordena. Ni se te ocurra pegarme que te
doy. Sube el brazo, sube el brazo coño, que
si no te saco el camisón a la fuerza, aunque tenga que arrancarte la cabeza…
«El trabajo te libera, o ¿era te hará libre?» se pregunta
Encarna. No importa, no sabe quién dijo eso, pero que razón tenía. No hay nada
como el trabajo para olvidar los problemas, para descargar la tensión. No hay ninguna
otra terapia que se le parezca.
Un relato con sorpresa por que primero nos haces sentir simpatía por la protagonista y luego...
ResponderEliminarExcelente, Conrad. Creo que refleja bien como se canalizan las frustraciones en tareas que requeririan alguien con más empatía.
Un saludo
Ufffffffff... vaya relato. Creo que es muy peligroso, sea para uno mismo que para el resto, no saber 'manejar' los propios sentimientos; sean de rabia, de celos, de tristeza, y obviamente, también de frustración...y aquí está una de las consecuencias más comunes: pagan santos por pecadores.
ResponderEliminarExcelente relato, sin dudas.
Un beso.
Gracias Mirna, Gracias Alma por vuestros comentarios. La línea que separa a la víctima del verdugo es tan fina como el papel de fumar. Un abrazo
ResponderEliminarSi bien lo habitual es descargar en casa la tensión acumulada en el trabajo y a veces hacer pagar los platos rotos a la familia por culpa del cabrón del jefe, aquí es todo lo contrario. Encarna, que se siente una inútil e incomprendida en casa, que es maltratada por su marido e hijos, descarga su ira contenida en las pobras ancianas. ¿Quién es y cómo es Encarna en realidad? ¿Es la mansa y atribulada esposa y madre o es la maltratadora y violenta cuidadora de ancianos? La injusticia que vive en casa la imparte en su lugar de trabajo. Es muy triste que deba esperar a la jornada laboral para sentirse realizada de esa manera.
ResponderEliminarUn relato que empieza siendo entretenido, con su punto de humor, aunque malsano, para ir subiendo de tono, transformándose en un drama familiar en la persona de una sufrida ama de casa y mujer trabajadora, para acabar desvelando su cara más cruel. Ya se dice que muchos maltratados acaban siendo unos maltratadores.
Me ha encantado el estilo narrativo que has utilizado para ilustrar esta historia tan singular.
Un abrazo.