La guerra interior - Parte 1





Raúl 


Por mucho que lo intento no consigo olvidar. De noche su recuerdo me asfixia. A veces, siento que el antiguo dolor se reaviva como una herida abierta. Han pasado mucho tiempo pero no puedo evitarlo. La vida me ha convertido en un viejo traje lleno de rotos…

 
El cerco de Sarajevo  cumplía ya su octavo mes. La guerra de Bosnia abría los informativos,  ocupaba las primeras páginas de los periódicos: Sangre y cadáveres, bombardeos,  gentes famélicas y desesperadas,  cementerios repletos de tumbas sobre las que llorar a los muertos. Cenizas y humo en la ciudad cercada. Me alojaba en el  Holliday Inn, el único hotel que aún permanecía abierto. Compartía el alquiler de un todoterreno blindado con un equipo de la Rai. Recorríamos las calles, filmábamos los bombardeos, la destrucción,  le mostrábamos al mundo el dolor y la muerte.

La luminosa sala del comedor principal del hotel,  reunía a toda suerte de  contrabandistas y especuladores,  croatas sobre todo, pero también musulmanes vestidos con trajes caros, vistosos relojes y anillos de oro. En el comedor trasero, con su aire de rancio cuartel, nos recogíamos, a la hora de la cena,  los corresponsales y los equipos de TV.  Charlábamos y bebíamos. Relajábamos la tensión, intentábamos  olvidar, por momentos, todo el horror que nos rodeaba.  Fue allí  donde vi por primera vez a Gabriela. Recién llegada, bajo la protección de un convoy de alimentos y medicinas de la ONU, aun llevaba puesto el chaleco antibalas; el casco y las cámaras descansaban sobre la mesa. Bebía sola a pesar de que parecía  conocer a todo el mundo. Aquella noche no pude apartar los ojos de ella. La observé con  mirada ebria. Su rostro era increíblemente hermoso. Enrico la invitó a sentarse a nuestra mesa. Le ofreció  una plaza en nuestro coche y ella aceptó. Me pareció directa y vivaz, consciente de que no pasaba desapercibida  y sin embargo, tuve la sensación de que actuaba como si fuera la sombra de otra mujer. Cada detalle, cada gesto parecía estar habitado por su contrario. Cuando  hablaba, con aquella boca hecha para los besos, yo sentía como si algo, un dolor lejano, le atenazara el corazón. Sus ojos parecían estar muy lejos bajo la capa de tristeza que los cubría.

En Sarajevo amanecía pronto. Con la primera taza de café, aguardábamos el crepitar del parte en la radio: Hay heridos en Marsala Tita, cerca del Palacio del Gobierno. Allí corríamos  apretujados entre cámaras, bolsas y  aparatos de sonido. El chaleco y el casco militar,  la adrenalina corriendo por las venas como el mercurio. Atravesábamos la «avenida de los francotiradores», la ancha calle  era como una enorme trinchera hecha de coches destruidos, cajas de camiones y esqueletos de vagones de tranvías... Un muro de hierro y chapas oxidadas cosidas a balazos. Decenas de peatones, un gentío entristecido, esperaba junto al muro protector, cargados de bolsas,  la  oportunidad para pasar rumbo a quién sabía dónde. Resonaban los disparos y las explosiones. Esa música que se había convertido en la banda sonora de la ciudad.

Durante esos días, Gabriela  demostró  su arrojo, su  temeridad a la hora de conseguir las mejores imágenes. El único vínculo que nos unió  aquella primera semana, fue el del riesgo compartido, la continuidad de los instantes, el momento a momento. Aún no sabía nada de ella. Nada salvo aquello que intuía. Las miradas que empezábamos a intercambiar y que decían más que las palabras, el impulso que nos hacía avanzar por las calles, su risa clara de quien no tiene nada que perder. Bebía bastante, tal vez demasiado, aunque no iba a ser yo quién se lo reprochase.

 
Una noche me despertó de un sueño agitado el tableteo bronco de una ametralladora. No pude volver a dormir. Inquieto salí de la habitación buscando algo de sosiego y a oscuras bordeé la galería hasta el ala sur, la zona inhabilitada del Holliday expuesta a los francotiradores.  Recorrí  pasillos destrozados, salas vacías heridas por las balas y las granadas. Al fondo vi la silueta recortada de Gabriela. Observaba  el exterior a través de una ventana sin cristales abierta a la noche. El fulgor de la brasa de su cigarrillo,  el humo flotando en la penumbra,  el resplandor de las balas trazadoras cruzando el cielo junto al sonido espaciado de los disparos…

—Tú tampoco puedes dormir— No pareció sorprendida de verme. Sus ojos fatigados no rehuyeron  el contacto  con los míos. Tras el humo del cigarrillo, parecían encontrarse muy lejos.
— ¿Porqué dispararán durante la noche? —  le pregunté.  Encendí un cigarrillo y me acomodé a su lado.

—Por el día disparan contra las personas —dijo ella—, por la noche quieren mantener el miedo despierto, recordarnos que están ahí esperando,  que pronto entrarán a sangre y fuego.

Me sentía  observado a través de un misterio al que no tenía acceso.

— Qué razones te  impulsan a estar  aquí, en esta guerra, cuando…

—La de sobrevivir— Me contestó sin dejar que terminara la frase.
Tomó un sorbo de whisky directamente de una botella y luego me la ofreció. Sus labios brillaban, húmedos. Sí, bebía demasiado.

—En qué piensas…
— En nada, solo observo la noche. Me calma.

— ¿Qué hay detrás de esos ojos, qué ocultas ?— Ella me sonrió con tristeza.
—No hay nada, no oculto nada, solo aguardo…

— ¿Qué aguardas?
— No sé, aguardo el día de mañana, y el de pasado mañana…

Se acodó en la ventana ignorando las detonaciones que sonaban lejanas. Su perfil pálido destacaba sobre el fondo de la noche, la mirada perdida en el horizonte. El viento le agitaba el pelo y un mechón le rozó la cara. La deseé como hacía tiempo que no deseaba,  como se desea  algo perdido que regresa. Me acerqué. El azar nos había juntado en aquel instante. Abracé su cuerpo por detrás, olí su pelo, ella se volvió.
— Protégeme, Raúl, protégeme.   Dijo. Su fortaleza se había desvanecido. Tiritando se apretó contra mí. Una niña asustada

Le acaricié las mejillas. Nuestras bocas se encontraron.
Hicimos el amor. Fue algo cálido, pausado, sensual… luego se vistió y desapareció sin decir apenas nada. Sentí que el hechizo se desvanecía. La realidad se impuso con el sonido de los disparos a lo lejos.

¿Qué sería de nosotros mañana? 

 Durante el día era como  si nada hubiera ocurrido,  recorríamos las calles capturando el horror de la guerra. Por las noches nos encontrábamos en aquellos pasillos oscuros destrozados por las balas, en las salas llenas de muebles rotos y de escombros. Nos amábamos junto a aquella ventana abierta a la noche, a la oscuridad, al vacío.
Gabriela se estaba adueñando de mí. Me consumía  como un fuego, era como una fiebre.


Una tarde, Enrico apareció a última hora por mi habitación. Se sentó a esperar que terminara de escribir mi crónica. Me ofreció un cigarrillo, encendió otro para él. Aspiró el humo hasta el fondo,  luego lo expulsó y me miró con semblante serio.
—No es asunto mío— me dijo— pero ándate con cuidado. No dejes que Gabriela te destroce el corazón…

— ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes de ella?
—Aparte de lo evidente: que es Argentina y fotógrafa free lance, poca cosa más. Alguien me contó que estuvo casada y que aquello no salió bien. Rumores…No es mujer para ti, Raúl, hazme caso. No te enamores de ella, no te conviene…




Continuara...

 






 



Comentarios

  1. Has descrito el escenario con tal rigurosidad y realismo que parecía como si relataras la historia in situ. Una historia de guerra, desesperación y finalmente de amor. Es bien sabido que las penas y las desgracias unen a quienes las viven, y la guerra no es una excepción.
    El relato promete y nos dejas en un punto que puede ser de inflexión, tras el cual la historia puede dar un giro inesperado. ¿Qué esconderá Gabriela? Tendremos que esperar la continuación. Qué remedio, jeje.
    Un abrazo.

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  2. Gabriela es toda una tiniebla, Josep Mª. Ya llega pronto el desenlace.
    Un abrazo.

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