Raúl
El cerco de Sarajevo
cumplía ya su octavo mes. La guerra de Bosnia abría
los informativos, ocupaba las primeras
páginas de los periódicos: Sangre y cadáveres, bombardeos, gentes famélicas y desesperadas, cementerios repletos de tumbas sobre las que
llorar a los muertos. Cenizas y humo en la ciudad cercada. Me alojaba en
el Holliday Inn,
el único hotel que aún permanecía abierto. Compartía el alquiler de un
todoterreno blindado con un equipo de la Rai. Recorríamos las calles,
filmábamos los bombardeos, la destrucción,
le mostrábamos al mundo el dolor y la muerte.
Una noche me despertó de un sueño
agitado el tableteo bronco de una ametralladora. No pude volver a dormir. Inquieto salí de la habitación buscando algo de sosiego y a oscuras
bordeé la galería hasta el ala sur, la zona inhabilitada del Holliday expuesta a
los francotiradores. Recorrí pasillos destrozados, salas vacías heridas
por las balas y las granadas. Al fondo vi la silueta recortada de Gabriela.
Observaba el exterior a través de una
ventana sin cristales abierta a la noche. El fulgor de la brasa de su
cigarrillo, el humo flotando en la
penumbra, el resplandor de las balas
trazadoras cruzando el cielo junto al sonido espaciado de los disparos…
Continuara...
Por mucho que lo intento no consigo olvidar. De noche su
recuerdo me asfixia. A veces, siento que el antiguo dolor se reaviva como una
herida abierta. Han pasado mucho tiempo pero no puedo evitarlo. La vida me ha convertido
en un viejo traje lleno de rotos…
La luminosa sala del comedor
principal del hotel, reunía a toda
suerte de contrabandistas y
especuladores, croatas sobre todo, pero
también musulmanes vestidos con trajes caros, vistosos relojes y anillos de
oro. En el comedor trasero, con su aire de rancio cuartel, nos recogíamos, a la
hora de la cena, los corresponsales y
los equipos de TV. Charlábamos y
bebíamos. Relajábamos la tensión, intentábamos
olvidar, por momentos, todo el horror que nos rodeaba. Fue allí
donde vi por primera vez a Gabriela. Recién llegada, bajo la protección de un convoy de alimentos y medicinas de la ONU, aun
llevaba puesto el chaleco antibalas; el casco y las cámaras descansaban sobre
la mesa. Bebía sola a pesar de que parecía
conocer a todo el mundo. Aquella noche no pude apartar los ojos de ella.
La observé con mirada ebria. Su rostro
era increíblemente hermoso. Enrico la invitó a sentarse a nuestra mesa. Le ofreció una plaza en nuestro coche y ella aceptó. Me
pareció directa y vivaz, consciente de que no pasaba desapercibida y sin embargo, tuve la sensación de que
actuaba como si fuera la sombra de otra mujer. Cada detalle, cada gesto parecía
estar habitado por su contrario. Cuando
hablaba, con aquella boca hecha para los besos, yo sentía como si algo,
un dolor lejano, le atenazara el corazón. Sus ojos parecían estar muy lejos
bajo la capa de tristeza que los cubría.
En Sarajevo amanecía pronto. Con
la primera taza de café, aguardábamos el crepitar del parte en la radio: Hay heridos en Marsala Tita, cerca del Palacio del
Gobierno. Allí corríamos apretujados
entre cámaras, bolsas y aparatos de
sonido. El chaleco y el casco militar,
la adrenalina corriendo por las venas como el mercurio. Atravesábamos la
«avenida de los francotiradores», la ancha calle era como una enorme trinchera hecha de coches
destruidos, cajas de camiones y esqueletos de vagones de tranvías... Un muro de
hierro y chapas oxidadas cosidas a balazos. Decenas de peatones, un gentío
entristecido, esperaba junto al muro protector, cargados de bolsas, la
oportunidad para pasar rumbo a quién sabía dónde. Resonaban los disparos
y las explosiones. Esa música que se había convertido en la banda sonora de la
ciudad.
Durante esos días, Gabriela demostró
su arrojo, su temeridad a la hora
de conseguir las mejores imágenes. El único vínculo
que nos unió aquella primera semana, fue
el del riesgo compartido, la continuidad de los instantes, el momento a momento.
Aún no sabía nada de ella. Nada salvo aquello que intuía. Las miradas que
empezábamos a intercambiar y que decían más que las palabras, el impulso que
nos hacía avanzar por las calles, su risa clara de quien no tiene nada que
perder. Bebía bastante, tal vez demasiado, aunque no iba a ser yo quién se lo
reprochase.
—Tú tampoco puedes dormir— No
pareció sorprendida de verme. Sus ojos fatigados no rehuyeron el contacto con los míos. Tras el humo del cigarrillo,
parecían encontrarse muy lejos.
— ¿Porqué dispararán durante la
noche? — le pregunté. Encendí un cigarrillo y me acomodé a su lado.
—Por el
día disparan contra las personas —dijo ella—, por la noche quieren mantener el
miedo despierto, recordarnos que están ahí esperando, que pronto entrarán a sangre y fuego.
Me
sentía observado a través de un misterio
al que no tenía acceso.
— Qué razones te impulsan a estar aquí, en esta guerra, cuando…
—La de sobrevivir— Me contestó sin
dejar que terminara la frase.
Tomó un sorbo de whisky
directamente de una botella y luego me la ofreció. Sus labios brillaban,
húmedos. Sí, bebía demasiado.
—En qué piensas…
— En nada, solo observo la noche.
Me calma.
— ¿Qué hay detrás de esos ojos, qué ocultas ?—
Ella me sonrió con tristeza.
—No hay nada, no oculto nada, solo
aguardo…
— ¿Qué aguardas?
— No sé, aguardo el día de mañana,
y el de pasado mañana…
Se acodó en la ventana ignorando
las detonaciones que sonaban lejanas. Su perfil pálido destacaba sobre el fondo
de la noche, la mirada perdida en el horizonte. El viento le agitaba el pelo y
un mechón le rozó la cara. La deseé como hacía tiempo que no deseaba, como se desea algo perdido que regresa. Me acerqué. El azar
nos había juntado en aquel instante. Abracé su cuerpo por detrás, olí su pelo,
ella se volvió.
— Protégeme, Raúl, protégeme. — Dijo. Su fortaleza
se había desvanecido. Tiritando se apretó contra mí. Una niña asustada
Le acaricié las mejillas. Nuestras
bocas se encontraron.
Hicimos el amor. Fue algo cálido,
pausado, sensual… luego se vistió y desapareció sin decir apenas nada. Sentí
que el hechizo se desvanecía. La realidad se impuso con el sonido de los
disparos a lo lejos.
¿Qué sería de nosotros mañana?
Durante el día era como si nada hubiera ocurrido, recorríamos las calles capturando el horror
de la guerra. Por las noches nos encontrábamos en aquellos pasillos oscuros
destrozados por las balas, en las salas llenas de muebles rotos y de escombros.
Nos amábamos junto a aquella ventana abierta a la noche, a la oscuridad, al
vacío.
Gabriela se estaba adueñando de
mí. Me consumía como un fuego, era como
una fiebre.
Una tarde, Enrico apareció a
última hora por mi habitación. Se sentó a esperar que terminara de escribir mi
crónica. Me ofreció un cigarrillo, encendió otro para él. Aspiró el humo hasta
el fondo, luego lo expulsó y me miró con
semblante serio.
—No es asunto mío— me dijo— pero
ándate con cuidado. No dejes que Gabriela te destroce el corazón…
— ¿Por qué dices eso? ¿Qué sabes
de ella?
—Aparte de lo evidente: que es
Argentina y fotógrafa free lance, poca cosa más. Alguien me contó que estuvo
casada y que aquello no salió bien. Rumores…No es mujer para ti, Raúl, hazme
caso. No te enamores de ella, no te conviene…Continuara...
Has descrito el escenario con tal rigurosidad y realismo que parecía como si relataras la historia in situ. Una historia de guerra, desesperación y finalmente de amor. Es bien sabido que las penas y las desgracias unen a quienes las viven, y la guerra no es una excepción.
ResponderEliminarEl relato promete y nos dejas en un punto que puede ser de inflexión, tras el cual la historia puede dar un giro inesperado. ¿Qué esconderá Gabriela? Tendremos que esperar la continuación. Qué remedio, jeje.
Un abrazo.
Gabriela es toda una tiniebla, Josep Mª. Ya llega pronto el desenlace.
ResponderEliminarUn abrazo.