Gabriela
Ahora dormíamos juntos. Unas
noches en mi habitación, otras en la de Gabriela. Había montado un cuarto
oscuro en el lavabo. Allí revelaba las fotos que guardaba, las que no enviaba a
su agencia. Colgaban de una cuerda como si fueran ropa tendida. Fue la primera
vez que vi lo que veían sus ojos. Imágenes de perros escuálidos aventurándose
por un laberinto de cascotes y hierros retorcidos. Una mujer empujando un carro
de bebé, un niño agarrado a su falda, la mezquita al fondo, con los minaretes
partidos, humeante y moribunda. Una anciana
acuclillada junto a una pared, un capazo con cebollas recubiertas de
tierra reseca. En sus ojos el desconcierto, el miedo soterrado bajo la falsa
apariencia de normalidad del mercado. Instantáneas cotidianas de la ciudad
maldita.
Bebíamos, bebíamos sin parar.
Saqué unos vasos, puse una botella de bourbon sobre la mesa. Gabriela se dejó
caer en un sillón y yo me acomodé a su lado. Tras las cortinas echadas tan solo
se escuchaba el suave golpeteo de la lluvia contra el cristal. Los snapieristi,
los francotiradores serbios esa noche
nos ofrecían una tregua. Ella
apoyó su cabeza en mi hombro, su dedo acariciaba los bordes del vaso. Le
hablé de mí, de nosotros… Imaginé una vida juntos en otro lugar. Intenté
sacarla de aquella incertidumbre de mujer cansada, de aquellas maneras suyas de
perdedora. Quise que me hablara de ella.
—Dime quien eres. ¿De dónde
vienes, Gabriela? ¿Qué te atormenta?... —El silencio fue su respuesta, la
tristeza. —Se que estuviste casada ¿Sigues casada? Necesito saber…
Se inclinó hacia mí. Cierto
desafío en su mirada, otro tono al hablar.
—Hubo un hombre, mi marido. Fue
hace mucho, en Argentina. Si empiezo a contarlo no acabaré nunca. Si empiezo a pensar
en ello, me muero… No me hagas más preguntas. Nunca.
— Su aliento me rozó la cara, la voz pastosa
— Esa es la única condición que impongo. Me gustas, yo te gusto, eso es
todo.
Tuve la sensación de estar
ocupando el lugar de otro, de otro que la había poseído, que la había estrechado
entre sus brazos hasta romperla.
En la plaza del mercado, las hojas
de los árboles titilaban al calor de las
llamas. El humo ascendía hacía el cielo gris cubierto de nubes. Copos de ceniza
flotaban en al aire. Las balas silbaban por encima de nuestras cabezas,
impactaban en las fachadas de los edificios, perforaban las paredes. La gente
huía a la carrera por los callejones. Reinaba un caos absoluto. Decenas de
heridos gemían entre los cascotes, cuerpos mutilados, cuerpos de ancianos, de mujeres, de niños que
frecuentaban a aquella hora temprana el mercado. Charcos de sangre, frutas y
hortalizas, ropa, zapatos, todo esparcido por el asfalto formando una imagen
patética. Un coche de la cruz roja se paró junto al nuestro. Intenté hacerme
una idea de la situación. Gabriela saltó del coche y corrió hacía donde había
caído la bomba. Como poseída, empezó a fotografiarlo todo. Allí,
expuesta al peligro, ajena a las balas que atravesaban la plaza, parecía
desafiar a la muerte. Grité su nombre. No me oyó, o no quiso oírme. Me arrastré
y tiré de sus piernas hasta hacerla caer.
— ¿Estás loca? ¿Acaso quieres que
te maten?
Clavó su mirada en mí, una mirada
que flotaba por encima de las cosas. Sus ojos trasparentaban ausencia. Rompió a llorar. Aquel cuerpo se sometía
a unas leyes que yo no entendía. Tuve la sensación de estar lejos de todo, la
certeza de que Gabriela era una extraña.
—Nunca más vuelvas a hacer esto.
Me oyes. Nunca más…
En las noches, las pesadillas
habitaban sus sueños. Gabriela se revolvía inquieta en la cama. Susurraba
palabras ininteligibles, frases
confusas, inconexas. Se despertaba
empapada en sudor. Yo la veía delirar, hundida en un mundo que solo ella podía
ver. Algo la habitaba, algo que había ocurrido, algo desconocido de lo que
huía. Sus ojos me asustaban, parecían los de alguien que había muerto muchas
veces.
—Ya pasó— le decía—Descansa,
descansa…Le agarraba la mano, la apretaba entre mis brazos, le acariciaba el
pelo. Ella no respondía a mis caricias.
Sus labios se movían lentamente. —El dolor me mata, estoy rota por
dentro… —La voz magnética. Luego parecía subir
a la superficie como un pez boqueando en busca de oxigeno. —No tengo,
no tenemos derecho a quejarnos, Nosotros
no…
Paseamos por las callejuelas del
antiguo zoco, en el barrio turco de Bascarsija. El panorama era desolador. La
gran mezquita de Dzmija gemía malherida entre cascotes y agujeros de granada.
Coches y maderos quemados, piedras y ladrillos. Los comercios permanecían
cerrados, los escaparates ennegrecidos por la pólvora, destrozados por la
metralla. Se oían algunos disparos espaciados en la lejanía. Nos sentamos frente
al rio, en un muro que a duras penas se
mantenía en pie. La tarde comenzaba a caer y las aguas titilaban con las
últimas luces del día. Dos niños rebuscaban
en la orilla, sus caras habían perdido el candor, la pureza de la
infancia. Dos niños viejos.
—La primera víctima de la guerra
es la inocencia— dije pasándole el brazo por el hombro.
—La guerra te hace madurar rápido.
O devoras o te devoran…
Unas campanas tañeron a
lo lejos. Noté como su cuerpo se estremecía.
—Odio el sonido de las campanas.
Las campanas jamás olvidan. Tocan a muerte…
—Ya no tengo suficiente estómago
para seguir aquí. —Dije — Vayámonos. Busquemos
un lugar donde todavía haya
esperanza… —Le agarré la mano, ella apenas respondió a mis caricias.
— ¿Irnos, a dónde? — Barrió el
aire con la mano — No hay otro lugar. Allí donde vayamos nos perseguirá la
guerra.
Estaba ahí, a dos pasos y constantemente lejos.
Me levanté, a través
de la ventana observé la noche. Gabriela dormía un sueño agitado, enmarañada en las sábanas su cuerpo temblaba, sus
piernas se movían inquietas, gemía, de repente manoteaba en el aire y luego el brazo quedaba colgando
fuera de la cama. Sus labios empezaron a moverse lentamente…
—Raúl, ¿estás ahí?...— Balbuceó apenas.
—Estoy aquí, Gabriela. No pasa nada.
—No te vayas. Quédate. Tengo miedo.
— ¿Miedo, de qué? Todo está tranquilo.
—Estoy muerta de miedo, pero no puedo hablar de ello.
Me acerqué. Un poso de sueño en sus ojos. La voz
aguardentosa.
—Anda, si. Cuéntamelo.
—Sueños, Raúl. Siempre el mismo sueño.
—Y ¿Qué sueñas?
Un repentino sollozo la estremeció. Comenzó a hablar, a llorar al mismo tiempo.
— Cada noche sueño con las campanas, quiero que paren. Tengo
tanta sed… Todo está oscuro pero siento ruido
de botas, el jadeo de un perro. Algo me tapa la boca, no puedo respirar, el
calor, el calor terrible que me quema el interior de los muslos, los genitales…—
Sus uñas se clavaron en mi espalda — No puedo soportarlo, creo que voy a
reventar… Quieren que les diga dónde está Armando y yo no quiero pero ellos me
llevan de los pelos a rastras, me golpean, me dan patadas. El aliento de un
perro en mi piel, quiero gritar, pero de mi cuerpo solo sale una especie de
aullido, un gruñido que no es humano… — Deliraba, casi podía ver en sus pupilas
las imágenes que desfilaban por su cabeza— luego más golpes, me vuelven a tapar la
boca. Otra vez el calor, me arde el
vientre, me desgarran y entonces hablo, les digo lo que quieren saber. Puertas
que se abren y se cierran, cesa el zumbido de la electricidad, cesan los
ruidos. Queda el silencio roto por el tañido de las campanas a lo lejos.
Lloraba, su rostro era el de una mujer que había muerto
muchas veces.
—Tranquila, Gabriela. Eso ya pasó, ya pasó… Ahora estamos
juntos, los superaremos juntos.
—Pero no te das cuenta. Denuncié a mi marido. Los militares de lo llevaron.Nunca más le volví
a ver. Yo le maté, Raúl, yo le maté… Abrázame, abrázame fuerte…
Estoy vacía, estoy rota, la destrucción
me persigue allá donde vaya. No me ames Raúl,
aléjate de mí. No soy buena.
Alzó la cabeza, me miró. La oscuridad de sus pupilas, la ausencia. Estaba
junto a Gabriela, pero ya no la sentía.
La mañana siguiente, Gabriela no quiso salir en el jeep.
Dijo que necesitaba estar sola, que se quedaría trabajando en su improvisado laboratorio. Necesitaba
pensar, solo eso. Imágenes confusas me asaltaron durante todo el día. Ángulos,
fragmentos, detalles que reunía sin
llegar a conformar la figura resultante. Sin embargo, eran tantas las señales,
tantos los matices, tendría que haberlo
visto.
Me desperté en la penumbra gris
del amanecer. Una pálida luz anuncio de un pálido día. Me frote los ojos y a
tientas busqué a Gabriela entre las sábanas. No estaba. En la habitación no
había rastro de su presencia. Me levante y a medio vestir corrí hasta su
cuarto. La puerta estaba entornada, las fotografías habían desaparecido del
lavabo, el armario vacío, ausencia… Tuve la sensación de no pisar tierra
firme, una angustia indecible me atenazó el estomago.
Me asomé a la ventana. Como una sombra la vi subir a un coche de la ONU. Grité su nombre. El
coche arrancó, sus faros despertaron del letargo y un cono de luz
iluminó la larga avenida. Sabiendo ya que la había
perdido, bajé como un loco las escaleras. Los pulmones me ardían cuando
atravesé el hall del hotel y salí al exterior. Ni rastro, el coche había
desaparecido en la calle desolada, engullido por aquella ciudad maldita. Gabriela se convirtió en niebla, se esfumó con el aire.
Densos nubarrones cubrieron el
cielo.
Jamás la volví a ver.
*La
novela “La noche detenida” de Javier Reverte me ha sido de una ayuda inestimable para poder
ambientar la ciudad sitiada de Sarajevo.
Hola, Conrad. Leí esta segunda parte sin haber leído la primera, pero siento que nos cuentas todo lo necesario para comprender la situación. Creo que está muy bien delineado el personaje de Gabriela. No es menor el contexto en el que pusiste a los personajes. Una guerra exterior como contrapunto a la guerra interna que atravesaba ella. Y el final, uno llega a desear que se detenga, que alcance la paz, pero no siempre es posible.
ResponderEliminarUn abrazo
El seceto de Gabriela ha quedado desvelado. El amor y la guerra es una mezcla dolorosamente explosiva. Una experiencia traumática puede anular toda una existencia y blindar a cualquier ser humano contra al amor y la posibilidad de olvidar el pasado y empezar una nueva vida.
ResponderEliminarTodo ello lo has sabido expresar perfectamente a través de esos personajes de ficción, pero a la vez tal reales.
Mi enhorabuena.
Un abrazo.