Acodado en la barra, el primer whisky le resulta suave, analgésico. Los siguientes hacen
que todo empalidezca por momentos. El líquido le recorre el cuerpo, lo
impregna de una especie de fuerza quebradiza. Poco a poco nota el temblor y los
azotes de la embriaguez hirviendo como dióxido de carbono en la sangre.
Desde el fondo de la barra, una mujer levanta el vaso, le
sonríe. Casi puede escuchar el tintineo del hielo al chocar con el cristal. Siente hormiguear el deseo en su entrepierna y se acerca. Ella lo mira con descaro. Es mayor de lo que parece,
la delatan las sombras bajos sus ojos que el discreto maquillaje no puede
remediar.
— ¿Tomas otra?
— Es tarde ya.
— Es tarde, pero creo que los dos estamos acostumbrados a
las noches sin sueño…
*************
—Tengo que irme— dice ella.
Mientras se viste, él la observa
en su frágil desnudez. El triangulo oscuro entre las piernas, la
blancura translúcida de su piel en la que se transparentan venas azuladas, esa
piel que ha perdido su tersura, que ha palpado con ansia intentando descubrir en ella algo familiar.
Ahora, saciado, le parece inimaginable haber deseado ese cuerpo sin historia, un
cuerpo que no revela nada, que ni siquiera es vulgar, ni siquiera seductor.
No hay falsas promesas en la despedida. Ella desaparece tras
el sonido de la puerta al cerrarse. Él niega
en silencio y entierra el rostro en la almohada. Lo único que desea es dormir,
no pensar, esfumarse.
La luz gris del amanecer lo encuentra tumbado en el sofá con
la mirada perdida y una expresión estúpida. Tiene ganas de vomitar,
la sensación de que todo se desmorona. En el espejo contempla su rostro
abotagado, los grandes surcos violáceos bajo los ojos, los pequeños capilares
rotos junto a la nariz. El agua de la ducha arrastra la peste del cuerpo, los
rastros de sexo que rezuma su piel.
Una raya de coca, el
aguijonazo necesario para ponerse en marcha.
Atrás queda el silencio, la ausencia. La ciudad, ahí fuera, es un torbellino saturado de anhelos. Definitivamente su vida va camino de convertirse en una enfermedad terminal.
Atrás queda el silencio, la ausencia. La ciudad, ahí fuera, es un torbellino saturado de anhelos. Definitivamente su vida va camino de convertirse en una enfermedad terminal.
Un relato cuya lectura podría estar acompañada por un whisky y una música de jazz de fondo. Una historia desesperanzada de dos personas a la deriva, quizá deseen llegar a tierra, aunque quizá prefieren la resignación. Muy bien narrado, Conrad. Un abrazo!
ResponderEliminarGracias David, por comentar. Es una sorpresa y un placer encontrarte por estos lares. Hay muchas personas así, perdidas, superadas por sus circunstancias a la que la vida va minando de una tristeza, de una melancolía muchas veces irreversible. Me alegro que hayas disfrutado el relato. Un abrazo
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