Las olas rompen con fuerza contra
las rocas. El cielo está gris, cubierto por un velo amarillento, la playa mojada
y vacía. Emma observa el vuelo de las gaviotas sobre su cabeza; mira sus
huellas en la arena, huele la sal. El
viento húmedo le alborota el pelo y siente frio. Respira hondo el aire marino
como si fuera una clase de bálsamo, un analgésico.
«No hay nada que perdure, que no
se marchite, no hay nada que no se escurra como arena entre los dedos.»
Sube los escalones tallados en la roca.
La casa parece flotar, como un fantasma, en la luz mortecina de la tarde.
Esa casa fue una vez su refugio, el lugar donde fue feliz junto a Mario, donde
la palabra «amor» podría haber encajado si ella se lo hubiera podido permitir.
Pero no podía.
El recuerdo de Mario es el dolor de una herida aún sin
cicatrizar. Todo fue tan intenso, tan abrumador. Mucho más importante de lo que
se atreve a admitir. Pero había ido demasiado rápido. Mario enseguida quiso que
vivieran juntos, que hicieran planes para una vida en común. La acució para que
conociera a sus padres, a su maravillosa y encantadora familia e insistió en conocer a los suyos. «Nunca hablas
de ellos —Le decía—. Presiento que hay algo que no me dices.» Mario se había
dado cuenta de que ella explicaba, a menudo, anécdotas cambiantes y contradictorias
e incluso le había corregido, alguna que otra vez, su forma de hablar, como aquella que le dijo:
« No es interperie, Emma, se dice intemperie» y ella se había puesto roja de la
vergüenza.
De repente todo había
encallado. No podía presentarle a su familia, no podía dejar que nadie
traspasase esa puerta y vislumbrase lo que ocultaba detrás. No podía dejar que
él descubriera su impostura porque entonces la miraría con ojos nuevos y todo
lo que había construido se desmoronaría como un castillo de naipes.
Habría podido ser feliz
con Mario, pero tuvo que renunciar a él muy a su pesar.
«Todas las historias dejan una huella, todas reclaman su
precio.»
Sabe que es una mujer privilegiada.
Tiene una cuenta corriente saneada; una carrera profesional brillante, un
círculo social amplio donde despierta interés y envidias, a partes iguales, a pesar de ese escudo protector suyo, de esa
frialdad que la imposibilita para tener amigos. Sin embargo, hace mucho que no se siente tan
frágil, tan insatisfecha, tan sola.
En la
casa reina un silencio calmo, una especie de paz que intimida. Emma se sirve
una copa de licor, pone un viejo vinilo de jazz y se sienta frente al ventanal
a contemplar como el día se apaga. Deja que su mirada se funda con la línea del
horizonte, allí donde el mar se junta
con el cielo.
Bebe,
bebe hasta sentir que todo se emborrona, hasta perder la noción de sí misma y
del tiempo, hasta que la música enmudece y entonces se arrastra como puede
hasta la cama. Llora y las lágrimas humedecen
la almohada antes de que la alcance por fin el sueño.
De madrugada se despierta desorientada,
con la boca pastosa y un ligero dolor de
cabeza. Cree estar en el dormitorio de
su infancia separado del de sus padres por un estrecho pasillo. Le parece
escuchar a su padre subir la escalera. Su forma pesada de andar que hace
resonar los peldaños con sus lentas pisadas; su respiración jadeante y el
sonido grave de su voz enronquecida por el whisky trasegado durante la timba
que organiza, todas las noches, al cerrar el local. Le parece escuchar los lastimeros murmullos
de su madre, preámbulo de la violenta acometida que vendrá. Angustiada, se tapa
los oídos, cierra los ojos y aprieta los
dientes como lo hacía entonces y tararea, en un susurro, la misma melodía que la
anestesia como un mantra.
Últimamente, sus fantasmas la
esperan agazapados bajo la almohada. La niña gorda del Bar Danubio ha empezado
a visitarla. Esa niña que pasaba las tardes en soledad, sentada a una mesa donde
merendaba y hacía los deberes impregnada por el olor rancio a vino y humo del
local. Desde allí escuchaba conversaciones que tendrían que haber estado
vetadas a sus oídos. Esa niña, que andaba de puntillas por su propia casa evitando el
contacto visual, que intentaba hacerse invisible ante su padre por temor
despertar su ira y que perdiera el control y la humillara como hacía con su
madre, que le gritara, que le pegara delante de todos. Esa niña miraba de reojo hacia la barra para ver la arruga de preocupación que cruzaba la frente de su
madre, su sumisión y su silencio cómplice y sabía que de ella no obtendría
apoyo ni cobertura. Percibía, en aquella cara, su propio reflejo y eso hacía
que la odiase tanto o más que a su padre, que no sintiera por ella ni la menor
compasión. Esa niña, que
se creía fea, tonta e impotente, había descubierto entre aquellas
paredes la línea delgada que separaba la verdad de la mentira: la verdad, que era dura y paralizante, que no ofrecía
respuestas claras sino tan solo odio y desprecio mientras que la mentira liberaba,
te dejaba elegir. Había vislumbrado, más allá de aquellas calles, la existencia
de otra realidad más amable y esperanzadora y se había dicho que un día
partiría a su encuentro. Aprendería a escuchar y a mentir. Se vestiría decentemente, hablaría,
comería decentemente porque en definitiva, uno
era lo que aparentaba, y estaba decidida a coserse un traje a su medida.
Una realidad detrás de la realidad, una mentira, una impostura,
una farsa.
Un día esa niña bajó los escalones de su casa de tres en
tres, en silencio y lo más rápido que pudo se alejó sin mirar atrás. Borró, de un
plumazo, esa parte de su vida como quien elimina la peste del cuerpo con agua y
jabón. Por el desagüe se colaron sus padres, su casa y el barrio con su gente
gris y miserable. Sepultó bajo capas y capas de brillante barniz a la niña
gorda del bar Danubio, la misma que ahora siente que se revuelve, que la llama.
« ¿Cómo pudo creer que podría
vivir en una mentira? »
El día despierta lluvioso, húmedo, frio. La casa parece tan
abandonada como su estado de ánimo. Todo está tan limpio y ordenado, tan muerto
y tan triste. Palpa fracturas y grietas a su alrededor, la inestabilidad bajo el
suelo que pisa. Está estancada, no avanza,
no sabe qué hacer con su vida. Es prisionera de aquel juego estúpido que empezó
siendo una niña y que la obliga a seguir jugando, a
actuar, a sonreír aunque no tenga ganas, a reprimir el deseo, cada vez más
acuciante, de echar a correr y
desaparecer.
Se niega a ser la mujer madura y
solitaria que, a veces, vislumbra paseando por la playa con la mirada ausente,
que arrastra su impostura por la arena húmeda con los bolsillos llenos de años
estériles, desperdiciados.
Se da cuenta de que, más que otra
cosa, lo que realmente desea es reunir todo aquello que un día separó.
Aunar las piezas para que juntas conformen
un todo y así, tal vez, todavía pueda existir un futuro para ella. Ese
pensamiento hace que algo suceda, que algo se transforme. Es como si de pronto la casa hubiera comenzado
a sudar, huele a algo saturado, algo vivo que la impulsa con decisión hacia el
teléfono, ese aparato que tanto la inquieta.
Le tiemblan las piernas, tiene la boca seca. Mientras marca,
intenta concentrarse en los latidos de su corazón.
—Diga…
Es ella, su madre. El sonido de su voz es como sumergirse en
un baño caliente, algo parecido al consuelo, algo parecido a la clemencia.
—Mama…soy yo,
Paquita.
Siente que se afloja, que algo se desborda y las lágrimas se deslizan sin hacer ruido
por sus mejillas. Ese nombre, su nombre, la transporta a un lugar primigenio,
al principio de todo.
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